Alejandro Llano es conocido por muchos por haber sido Rector de la Universidad de Navarra (1991-1996) y, antes, Decano de su Facultad de Filosofía y Letras; lo que visibilizó su persona más allá de su filosofar. Hace apenas una semana celebrábamos su funeral madrileño, abigarrada muestra de cariño y gratitud, en la Iglesia del Espíritu Santo. Alejandro se dedicó con entrega generosa al ayuntamiento de estudiantes, profesores y personal en que la universidad consiste, y también en su rectorado se diseñó y construyó la nueva Biblioteca Central, con su empeño en que el edificio ganase en altura, “quiero un piso más, y otro más…” para abrirse y acoger a más investigadores de dentro y de fuera, edificio con alma pensado para vivir el servicio a la verdad, gracias a tantos, y que he podido disfrutar numerosas veces y en el que me he encontrado con él ya jubilado, en su mesa -una más- entre la de tantos investigadores, lugar de peregrinación de muchos, mientras luchábamos por no romper el obligado silencio, en el iniciar filosófico diálogo.
Sin embargo, no creo que a Alejandro sea lo que más le haya importado. Ni siquiera cuando afrontó preocupado y con dolor, pero con la mirada amplia de quien lleva en su sangre el verde de Asturias, la amplitud de México, el bullicio vital de Madrid y la perseverancia navarra, el desafío que para la universidad europea supuso un plan Bolonia interpretado reductivamente en clave ‘burocratizadora’ y ‘pedagogista’ (que no pedagógica). Tampoco creo que lo mejor sea su herencia investigadora con ese saber abierto que no se casa con nadie sino con la verdad, que habla con todos y se anticipa al futuro. Ahí quedan sus influyentes obras “Fenómeno y trascendencia en Kant”, “Metafísica y Lenguaje” o “El enigma de la representación” (continuando a su amigo F. Inciarte en amistad y pensamiento), o su premonitora introducción de R. Girard en el mundo de habla hispana.
Creo que los que hemos recibido algo del regalo de su amistad y la generosa dación de su saber, sin remilgos ni celos, descubrimos su ser maestro, amigo y creyente, y lo digo en ese orden, de menos a más en importancia y en fundamento: porque creyente gran amigo y porque amigo mejor maestro.
Engendrar en la verdad y la belleza vale la pena -decía Platón-, y de eso, ha hecho mucho y bien D. Alejandro, quien preguntado una vez sobre su vida célibe decía feliz: “hay otra paternidad, que es la del espíritu, y que se vive en el ámbito de la fe”. Cuantos que hoy desde sus cátedras y tareas influyen en el panorama del pensamiento en España -y no solo- han crecido con su enseñanza, han gozado de su amistad y apoyo desinteresado, en el que buscar y compartir verdad era salsa y sustancia de algo irrepetible; y cómo sentía Alejandro esa amistad y agradecía su cuidado, sin buscar pago alguno sino el gozo compartido entre amigos. No había para él persona irrelevante, así consolidó que fuera rasgo de su universidad en Pamplona esa “atención tan directa, frecuente, franca y cordial entre estudiante y profesor”, le era esencial. En ese engendrar del maestro de maestros queda herencia fértil y fecunda entendida por él como servicio a la sociedad, a la vida política con ‘P’ mayúscula, como misión.
Supo encontrar con el colega, con el investigador, con el estudiante, con el recién llegado, ese espacio común de inteligencia, complicidad y búsqueda compartida que sólo una amistad brindada generosamente, sin darse importancia, sabe crear.
Su vida ha sido útil y fecunda, de las que dejan poso y uno siente santa envidia, y lo ha sido porque vivió fiel esa amistad con la verdad, porque vivió esa amistad con los demás, porque vivió esa amistad con Jesucristo. Todas las variadas facetas de su brillante trayectoria profesional, filosófica y personal son sólo dimensiones que unidas manifiestan el centro: ese Amor que en la fe llenó siempre su corazón.
José Antúnez Cid
Cátedra de Filosofía Sistemática II (El hombre)
Facultad de Filosofía. UESD. Madrid