Sr. Director: Cuanta  más  carencia hay de algo, tanto más se habla de ello. No hay día que no nos desayunemos, comamos y cenemos escuchando como con aparatosa grandilocuencia se santifica la "democracia". Santificación, que en la mayoría de los casos, es más hipócrita que aquel que asesinó a sus padres y pidió clemencia argumentando que era un huérfano. Yo no sé si lo que estamos viviendo en nuestros días es una dictadura democrática o una tela de araña, que con apariencia de democracia, tejen en la sombra misteriosos poderes que ni siquiera llegamos a imaginar. El hecho es que eso a lo que llamamos democracia, lo hemos divinizado hasta llegar al delirante absurdo de considerar que ya nada es válido ni correcto, si no le añadimos el calificativo de democrático. Pero ¿qué cosa es esa que para ser más democrático hay que hacer pedazos un idioma que tiene más de mil años, que tras el chino mandarín, es la segunda lengua materna del mundo, hablada por más de 500 millones de personas, como es el español? ¿Realmente las mujeres ganan algo en su camino hacia la igualdad real con los hombres por imponer en el lenguaje la paridad de géneros gramaticales? ¿Las desigualdades que existan entre mujeres y hombres están ya solucionadas con la memez de decir "vascos y vascas", "lehendakari o lehendakara", "jóvenes y jóvenas" o "miembros y miembras"? Lo peor de todo, no es que la falsa progresía prescinda de los genéricos en su forma coloquial de expresarse, sino que está cometiendo la temeridad de hacerlo incluso en los textos oficiales. A falta de mejores ideas de sus señorías que solucionen los auténticos problemas de los ciudadanos, en algo se tienen que entretener las criaturas para justificar sus estipendios y su razón de ser, y la mayor parte de las veces, de no ser. Claro que ya sabemos que la democracia es el sistema que no permite elevar el nivel de vida de todos los ciudadanos, pero sí al menos el de los mandatarios de la cosa pública. Ya lo dijo Winston Churchill: "La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás". A diferencia de muchos que ocupan cargos públicos y a los que pagamos como si fueran políticos, Churchill, si sabía muy bien que era la democracia en sus orígenes. Se nos ha presentado siempre una imagen romántica de la democracia, que en absoluto se identifica con la realidad de la época. El icono que de la misma tenemos, es el de la arcadia feliz en la que el pueblo, reunido en asamblea, se gobernaba a sí mismo, sin intermediario alguno. Vamos algo así como lo que algunos nos ofrecen ahora para que entre aire nuevo que renueve el aire viciado del viejo caserón del setenta y ocho. La democracia la inventaron hace 2.500 años los aristócratas griegos, para no perder sus privilegios. Ante el estado de exasperación de las clases humildes, algo había que cambiar para que todo siguiese igual. En las polis helenas, el 60% de la población eran esclavos, que consecuentemente, carecían de cualquier tipo de derecho. Eran considerados como cosas que se podían utilizar al antojo de su dueño, y que naturalmente no solo no podían ejercer cargos de gobierno, si no siquiera hablar en la asamblea, aunque sí eran utilizados como soldados en las guerras contra otras ciudades. No creamos que los maquetos del País Vasco y los charnegos de Cataluña, son complejos singulares y propios de los nacionalismos españoles. Hace cerca de treinta siglos, los griegos llamaban metecos a los extranjeros y eran gentes a los que la polis, en un acto de magnanimidad, permitía vivir en su territorio. Pagaban impuestos, pero ni formaban parte de la asamblea, ni podían desempeñar cargos públicos; sus derechos civiles eran inferiores a los que disfrutaban los ciudadanos y llegaban a sumar el 4% de la población. Del 36% restante de la población, aproximadamente una tercera parte eran mujeres que también estaban excluidas de la política y algo más de la mitad, menores de edad, por lo que el total de ciudadanos que con toda probabilidad disfrutarían de plenitud de derechos políticos, no llegaba a superar el 4%, todos ellos varones, libres y, desde los tiempos de Pericles, hijos de padre y madre oriundos de la propia polis. Vamos, algo así como RH vasco o catalán. En aquella Arcadia feliz que nos pintan como modelo de la gobernabilidad, solo un 4 o 5% de la población, era la que decidía sobre el 95% restante y el destino de la Ciudad Estado. Al igual que en nuestros días, a los cargos públicos que preparaban las leyes sobre las que había de decidir la Asamblea, no se les exigía preparación ni condición alguna para formar parte del Consejo de la ciudad, con excepción del generalato y la dirección de las finanzas, que requerían, como es lógico, cierta cualificación. Los demás eran elegidos por sorteo. Algo como lo que tenemos hoy, si cambiamos el sorteo de entonces, por las elecciones de ahora. Han transcurrido cerca de 30 siglos desde que se inventó la democracia y el ser humano no ha sido capaz de hallar un sistema más justo, racional y equilibrado de relación social. Ni siquiera ha sabido taponar las vías de agua del sistema, porque en aquellos tiempos, la mayoría de los ciudadanos eran demasiado pobres o excesivamente ignorantes para participar con un cierto conocimiento de causa y una aceptable autonomía en la vida política de la ciudad, por lo que la ignorancia los convertía en presas fáciles de la manipulación, y la pobreza, en víctimas propiciatorias del soborno. Además, la democracia directa, en contra de lo que pueda pensarse, allana el camino de los demagogos. Bien sabemos en nuestros días como un habilidoso embustero, aun siendo un pésimo gestor, puede conquistar el poder sin más condición que halagar los instintos de las masas, y al contrario, un mal retórico, por competente que resulte como administrador, nunca conquistará el aprecio del pueblo llano. Y en esas circunstancias, el gobierno de cualquier sociedad, se convierte de inmediato, y con gran facilidad, en la verdadera realidad que subyace tras la democracia asamblearia, y es que el gobierno de las masas, conviene recordarlo, no es sino la tiranía de quien las manipula. César Valdeolmillos Alonso