Sr. Director:

Tras el gravísimo ataque en Nueva York al escritor Salman Rushdie, unos políticos condenaron el atentado, otros guardaron silencio y otros hubo que quisieron nadar y guardar la ropa.

Éste fue el caso de González Pons, vicepresidente del Partido Popular Europeo, diciendo que era «Urgente dejar de normalizar el fanatismo religioso como si se tratase de una manifestación cultural más cuando no es otra cosa que atraso histórico», o el ministro Iceta, que se descolgaba citando a Rigoberta Menchú: «El respeto a la diversidad es un pilar fundamental en la erradicación del racismo, la xenofobia y la intolerancia».

Común en ambos mensajes era la atribución del atentado al fanatismo religioso (¿acaso budista, cristiano, judío, bahaí?) y a la intolerancia en general, pero sin atreverse a mencionar al auténtico fanatismo que no cesa de derramar sangre por todo el planeta: el islamista. Y en esa misma línea del «alguien ha matado a alguien», hubo medios que incluso añadieron que se desconocían los motivos del presunto agresor... Una evasiva de un humor casi tan negro como las vestimentas del ayatola Jomeini, que lanzó la mortal fetua contra Rushdie en 1989. 

Y por cierto, en casos como éste, es surrealista llamar presunto agresor a quien cose a puñaladas a otro, ante un gran número de testigos y siendo detenido in fraganti. Occidente y sus bobos complejos y prejuicios.