Sr. Director:
Un acento excesivo o exclusivo en la autonomía de las personas, que se olvida del objeto de la decisión y de otras circunstancias concurrentes, puede resultar perjudicial para las personas, y justificar situaciones de dominio de unos seres humanos sobre otros. Lo señalaba C. S. Lewis: “El poder del hombre para hacer de sí mismo lo que le plazca significa el poder de algunos hombres para hacer de otros lo que les plazca”. La deriva autonomista se manifiesta en el eclipse de la verdad por el brillo de la libertad, en la concepción de la libertad como simple choice, capacidad de elegir entre opciones. Recuerden lo que decía Rodríguez Zapatero, trocando la sentencia evangélica: “la libertad os hará verdaderos”.
La ampliación de la autonomía no sólo resulta perjudicial para quien decide elegir las nuevas opciones que se le ofrecen, sino también para quien prefiere no tomarlas. Cuando una alternativa es posible -como es el caso del reconocimiento del derecho a solicitar la eutanasia- cualquier persona debe decidir si quiere elegirla o no, y justificar su decisión. Quien decide no ejercer su nuevo ámbito de libertad, deberá justificar su elección, de la que de un modo inmediato se le hace responsable.
Las presiones sociales para asumir una determinada opción no se han hecho esperar. Una trabajadora social, ajena a estar dispuesta a albergar la miseria del prójimo en el corazón y ciega ante la vida que late en cada persona enferma, determinaba recientemente, en un acto de interferencia sobre la libertad personal, que la vida de Jordi Sabaté, un joven de 37 años diagnosticado de ELA, es desgraciada y no tiene ningún valor. Al ofrecerle la eutanasia, entrometiéndose en su dolor y apropiándose de su vida, desconocedora quizá de su deseo de vivir y de su fe religiosa, él no admitió ser un perdedor, un loser, definiendo con precisión su misión de disfrutar de la vida y de sus seres queridos, y de dar visibilidad al ELA con el fin de poder investigar y encontrar la cura. Jordi rechazó la posibilidad de una libertad sin límites, el menú de prestaciones legales y el maltrato recibido al ser considerado como “una cápsula humana vacía” o una “existencia lastrada”.
Hay cosas que no se pueden hacer a ninguna persona, en ningún momento ni en ningún lugar. En una profesión de ayuda, la primera obligación justa es no dañar, primum non nocere. El precepto de omitir cualquier conducta que pueda provocar intencionadamente la muerte del paciente no se neutraliza con ningún otro: se trata de un imperativo absoluto. Es peligroso y discriminador traspasar el umbral mínimo del respeto debido a todo ser humano, anulando así la promoción de cualquier otra medida, como la exigida por Sabaté de una mayor inversión en investigación de la enfermedad o disponer de mayores recursos financieros para poder combatirla: “se destinan 2,8 millones de euros para investigar la ELA y más de 7.000 enfermedades raras que hay en España. Es una cantidad irrisoria que ofende moralmente. Se ríen en nuestra cara, estamos abandonados y maltratados”, se lamenta.
Lo que Jordi Sabaté experimentó cuando le recordaron la eutanasia fue humillación. La percepción de sí mismo como persona es la que lleva a cada paciente a esperar razonablemente ciertos comportamientos por parte de los profesionales de la salud. La razón es clara: los pacientes se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad que los expone más fuertemente a ver su autoestima afectada. Su radical dependencia les hace más sensibles a cualquier conducta de los profesionales de la salud o incluso de la sociedad que pudiera ser percibida como un desprecio. En realidad, la dignidad del enfermo más vulnerable se presenta en forma pura, libre de cualquier ropaje, brillando incluso a pesar de una enojosa alopecia de quien fuera empresario del sector de las Artes Gráficas y la publicidad.
Con todo, lo más grave de lo sucedido es lo que el papa Francisco denunciaba con motivo de la reciente Jornada Mundial de los Pobres: “se está imponiendo la idea de que los pobres no sólo son los responsables de su condición, sino que constituyen una carga intolerable para un sistema económico que pone en el centro los intereses de algunas categorías privilegiadas”. Si a Jordi Sabaté le cuesta seis mil euros mensuales vivir y una hipotética gran incomodidad a sus familiares es porque no quiere quitarse de en medio. La despenalización de la eutanasia entraña así una fuerte presión psicológica sobre los más vulnerables. Esta responsabilidad está dando paso a la coerción con el fin de imponer a los enfermos siquiera la duda de si aceptar el suicidio, en lugar de vivir con una enfermedad como la ELA, no sería la mejor manera de ayudar a la familia, no malgastar el dinero y dejar de ser una “carga insoportable” para un sistema económico que pone en el centro el interés de actores financieros sin escrúpulos que cosifican y despersonalizan a los más vulnerables.
A partir de ahora, el derecho a la eutanasia perjudicará a quienes quieren seguir viviendo, que son la mayoría (ampliar el abanico de opciones que tiene un sujeto puede ser contrario a su dignidad, a su propia autonomía y libertad), y beneficiará a los familiares y profesionales sanitarios que prefieren atender otras obligaciones, así como a los presupuestos generales del Estado, que significarán un importante alivio en gastos sanitarios. Mientras tanto, Jordi Sabaté (como le ocurre también al exfutbolista Carlos Unzué o al ya desaparecido economista Francisco Luzón), no tendrá ya que justificar cada día por qué quiere seguir viviendo cuando tiene la opción de elegir morir, de asumir una mayor autonomía para solicitar la eutanasia y dejar de causar molestias. Frente a la injerencia política y burocrática encarnada en la humillación de quien se muestra incapaz de verdadera compasión, se alza la elección de vivir sin renunciar a la propia dignidad de ser humano, el respeto incondicional por la vida, cualquiera que sea su estatus, el testimonio de la fortaleza del Amor en la propia debilidad.