Sr. Director:
Un número considerable de los asesinatos que integran la sangrienta estadística criminal de la mal denominada violencia de género, procede de hombres que, por padecer una concepción enfermiza, egoísta y posesiva del amor respecto a sus esposas y parejas, acaban cosificándolas y rebajándolas a meros objetos de su propiedad. Desde tan abyecta perspectiva, cuando se encuentran ante un conflicto que les ocasiona la pérdida de «su objeto», optan por resolverlo ejerciendo su «derecho de propiedad» y llegando a disponer de la vida de la víctima. «La maté porque era mía» o «si no es para mí, tampoco será para nadie», expresan el sentimiento irracional con que el asesino justifica interiormente su crimen.
Cuando ante un embarazo inoportuno, se propone a la embarazada como solución a su problema la adopción de su hijo, muy pocas mujeres optan por esta salida; la mayoría prefiere eliminarlo antes de nacer. Pero este «lo aborté porque era mío», o eso otro tan tremendo de «me lo quité», con que resuelven su conflicto, se acepta con toda normalidad por gran parte de la sociedad. Ambos casos no son equiparables, y menos aún desde el tratamiento que le aplican las leyes actuales; pero tanto en uno como en otro el resultado es el mismo: un aberrante, ilimitado y extraño «derecho de propiedad» acaba imponiéndose sobre el derecho a la vida de la víctima.