Sr. Director:
En una primavera esplendorosa, de gran verdor, llegó mayo. Desde el siglo XVII, la Iglesia dedica treinta días a la Virgen María, casi siempre en el mes florido. María es la mujer más santa que ha pasado por la tierra, la señora más bella, la madre más tierna. La pequeña pastorcita Santa Jacinta de Fátima, a la que, junto con su hermanito Francisco y su prima Lucía, se le apareció la Virgen mientras guardaban las ovejas (13 de mayo de 1917), tuvo reserva sobre las apariciones previas del Ángel de la Paz (1916); pero no pudo ocultar su desbordante alegría por la Señora, y fue amonestada por su prima: “veo que no vas a callar”, y así fue: con inusitado entusiasmo y saltando de gozo, repetía a sus padres: “¡Qué Señora tan bonita…!”. Lucía la describió más tarde: "Una Señora vestida toda de blanco, más brillante que el sol, esparciendo una luz más clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina atravesado por los rayos del sol más ardiente. Estábamos tan cerca, que quedábamos adentro de la luz que la rodeaba, o que ella esparcía".
La Virgen nos quiere a todos un día en el Cielo, en su regazo maternal. En su celo por la paz del mundo y la conversión de los pecadores, la Madre de Misericordia se ha aparecido a personas sencillas en distintos países, y, a través de los videntes, nos pide oraciones y sacrificios por los pecadores. La Virgen, Madre de Dios, es, también, Madre espiritual nuestra. Ella vela por nosotros y, en ella, Consoladora incomparable, podemos verter nuestras lágrimas y desahogar nuestra alegrías.
Jesús, desde la Cruz, dijo al Apóstol San Juan, su discípulo predilecto allí presente, en quien estábamos representados: “Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn, 19, 26- 27).