Sr. Director:
Con un elocuente símil, comparo nuestro entorno con el de una pecera a la que no se le cambia el agua, que se va contaminando poco a poco. Los peces reciben, eso sí, buena comida, con la que van subsistiendo, pero la podredumbre de lo que los rodea, la toxicidad del líquido en el que se mueven, acaba por matarlos. Y ese riesgo, que se percibe en diversos ámbitos de la sociedad, es muy patente en la educación. Ese es el medioambiente espiritual sobre el que Sarah nos ha llamado la atención.
Su propuesta: tan sencilla como compleja. “El eje central de toda educación es que el educado adquiera virtudes morales e intelectuales que le permitan alcanzar su verdadero bien”. Y para ello hay que luchar contra la extremada laxitud que considera que no hay que hacer propuesta alguna a los hijos, a los alumnos, sino dejarles que atiendan a sus deseos, como un paternalismo desaforado que no les permita entrenar la libertad de la que tendrán que hacer uso para elegir el bien en su búsqueda de la verdad.
Este es el reto, reto que recogemos los bautizados, reto que hacemos nuestro desde las instituciones educativas llamadas a esa primera evangelización que se produce en la enseñanza, porque “la educación está en el corazón de la misión de la Iglesia”. Nos han dado el diagnóstico: “la crisis en la educación proviene del constante cuestionamiento de los valores fundamentales que durante miles de años han apoyado, enseñado, educado y estructurado al hombre internamente”.
Pero también la solución: “el educador debe asegurarse que el niño entre en un círculo virtuoso mediante el cual actualice sus inclinaciones naturales a lo bueno, a lo justo y a lo verdadero”. Y todo ello con nuestra participación activa, que nos implica como “modelo y ejemplo a imitar”. En palabras de San Pablo, citado por Sarah, “lo que aprendisteis recibisteis, oísteis, visteis en mí, ponedlo por obra” (Flp 4, 9). Solo así recuperaremos nuestro medioambiente espiritual.