Sr. Director:
Nuestras calles y plazas, al acercarse la Navidad, aparecen vestidas de luces, cual soles imaginarios que encandilan a ancianos, a jóvenes y, sobre todo, a los niños. Motivo hay: es Adviento y se espera el nacimiento del Redentor, Jesús, el Señor, que, místicamente, reviven, cada año, los cristianos. Ahora, muchos por fe y otros por cultura, ponen, en sus hogares, el Belén o Nacimiento o el Misterio, esa decoración que evoca la Paz que el Niño Dios trajo a los que le acogen.
En las iglesias son muy vistosos los belenes. Me paré ante uno espectacular. Me llamó la atención la figura de San José y lo arreglado del establo. Pensé: Dios preparó a José para su misión, y lo hizo habilidoso. Lo primero que haría en la cueva, sería adecentarla. ¡Cuánta pobreza! ¿Por qué trataría, Dios, así, a su Sagrada Familia? Dios querría hacerles ver que Él es lo único esencial, y que, para servirle y agradarle, es necesario estar desprendidos de las cosas. Se vieron solos, despreciados por los suyos: San José, de familia real, era de Belén y, según las visiones de la Beata Catalina Enmerick, sus hermanos lo infravaloraban porque no apreciaban sus habilidades manuales (era un “manitas”). Ahora, el mesonero de la ciudad, no admite a los santos esposos, ella a punto de dar a luz. La Sagrada Familia palparía, en la frialdad del posadero, que el amor al dinero nubla la mente, endurece el corazón e impide notar la presencia del Señor y sentir el “estupor” propio de la Navidad “por el gran misterio de Dios hecho hombre” (Papa Francisco).