Es curioso; siempre he pensado que el mejor consejo que le puedes dar a una madre embarazada de un niño con síndrome de Down es que se ponga en la puerta del colegio de mi hijo (Colegio de EE María Corredentora) y vea la cara de los padres, abuelos y hermanos que van a dejar o a recoger a sus hijos. No hace falta ni una sola palabra. Pues parece que es precisamente este “baño de realidad” el que, según la CSA (ahora ARCOM: Autoridad de regulación audiovisual francesa), puede hacer daño a la “madre que no fue”. Decisión que no ha querido revisar el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH).
Es absolutamente verdad que las personas con Síndrome de Down pueden ser felices; es más, suelen ser muy felices. Esto es un hecho constatable, con el que cualquier mujer que haya abortado a uno de estos niños se va a encontrar, quiera o no, en su vida cotidiana. Mostrárselo en un anuncio de la Fundación Jérôme Lejeune no les puede hacer daño. Lo que les hace daño, es la triste realidad a la que se enfrenta una mujer que ha decidido o se ha visto obligada a abortar. Por mucho que tratemos de ocultarle la realidad, ésta es muy tozuda, y tiende a pintar las cosas blanco sobre negro (o al revés en algunas ocasiones). Cambiemos el foco. No ocultemos la realidad. Afrontemos el hecho de que las mujeres que se someten, por las causas que sea, a un aborto, más pronto o más tarde, lo reconozcan o no, lo interpreten o no, se enfrentan a un estrés postraumático del que solo se sale con profunda humildad, mucha ayuda y sobre todo, perdón y reconciliación con Dios y con uno mismo. Sé que decir esto es ir contracorriente, pero cada día me gusta más ir al revés cuando la corriente solo te lleva a un agujero negro