En pocos momentos de la vida es más grande el ser humano que cuando da gracias. Solamente se supera, si acaso, al perdonar con la conciencia clara de que también él necesita ser perdonado. Un corazón agradecido es un bálsamo de serenidad y de paz en el bullir cotidiano, y lo saben bien, porque gozan de su sosiego quienes le rodean y conviven con él.

Y, sin embargo, éste del agradecer es uno de los aspectos de nuestra vida que permanece más en penumbra. Tenemos un cierto pudor a dar las gracias, como si perdiéramos algo de honra, de honor, de dignidad al reconocer y manifestar nuestro agradecimiento por un servicio prestado.

 ¿Existe un hombre, una mujer, que pueda decir sin ruborizar­se, y sin hacer comedia, "no tengo nada que agradecer a nadie"?  Yo, desde luego no; y soy consciente de que para dar gracias hay muchos más motivos de los que podamos imaginar. Y no pienso ahora en mis padres, a quienes nunca podré agradecer del todo el don de la vida y los sacrificios y disgustos que les habré ocasionado, aunque siempre le queda a uno la consolación de que, como buenos padres, se habrán contentado con las alegrías recibidas, que a los padres siempre parecen pocas, y con razón. 

Tampoco tengo en la cabeza a las personas de más relieve humano, profesional, espiritual, que he encontrado, y encuentro, en el curso del vivir; ni siquiera a los profesores y maestros, de Universidad, Instituto, etc.; ni a la no breve relación de escritores: santos, científicos, teólogos, novelistas, filósofos, dramaturgos, con quienes he mantenido un diálogo, personalmente y/o a través de sus libros, en el transcurso de los años. Diálogo que me esfuerzo en mantener abierto, porque el monólogo hace daño al cuerpo, desequilibra la psique y empobrece lamentablemente el espíritu.

Quizá cada una de esas personas merece un capítulo aparte en el agradecimiento; capítulos prácticamente imposibles de llenar, sencillamente porque nunca llegamos a adquirir plena conciencia de la influencia que recibimos de los demás.