Quienes censuran a ese tan perverso “neoliberalismo” que logra sin embargo afrontar con eficacia la miseria y procurar progreso en las sociedades, proponiendo su paulatina sustitución por obsoletas recetas demagógicas setenteras que ya hemos visto adonde conducen, seguro que lo hacen guiados bienintencionadamente por esa corriente imperante de corrección política de determinado sesgo. Pero, como no se trata aquí de juzgar intenciones, sino realidades, ha de subrayarse la profunda extrañeza que provocan esas insistencias en el error y la aventurada inclinación por convertirlo hasta en una suerte de mantra de obligado cumplimiento para millones de fieles que comparten un mismo credo.
Si ya resulta chocante que desde esos solios encargados de asuntos intemporales no dejen de abordarse los que no lo son, bastante más insólito es que algo así se haga generando perplejidad. Ni el debate sobre el liberalismo o el colectivismo, ni las dudas acerca de la operatividad de las cooperativas o las empresas privadas, ni los intríngulis del populismo político o los demás interrogantes climáticos de suyo opinables parecen materias propias de quienes representan a una grey, que debieran centrar sus esfuerzos en reunir a la inmensa mayoría en torno a sólidos principios espirituales, pero nunca distrayéndolos con extravagantes tutifrutis ideológicos o técnicos que encajan por igual en la moralidad cristiana, salvo que se pretenda instaurar una estrambótica teocracia de una concreta orientación política.