Sr. Director:
Desde el comienzo de la andadura de la Iglesia son muchos los santos que han vivido con fidelidad el Evangelio encarnando en la vida de Jesucristo. Basta echar una mirada a los primeros cristianos para reconocer que hubo muchos mártires perseguidos por el imperio de entonces, y ya nunca ha cesado la persecución especialmente en el siglo XX, el gran siglo de los mártires. Sellaron con su sangre la verdad del Evangelio, es decir, estaban tan seguros de haber encontrado el camino de la santidad, que no se echaron atrás ante los tormentos. Porque hay verdades tan verdaderamente fuertes que no pueden ser destruidas por la muerte, no son opiniones líquidas que desaparecen ante los peligros del mundo, y las amenazas de los poderosos.
Sin embargo, la mayoría de los primeros cristianos no fueron mártires y no por haber huido sino porque siguieron su vida normal aunque completamente transformada en el fondo y en la forma. El documento conocido como Didaché destaca que aquellos discípulos de Cristo siguen en el mundo sin ser mundanos, trabajaban donde siempre, cumplían sus obligaciones como ciudadanos, formaban familias bien unidas en la fe, y procuraban tratar con caridad incluso a sus enemigos.
No eran como los demás sino que eran los demás, como recordará san Josemaría en el pasado siglo. Tenían las mismas costumbres pero llevaban un tenor de vida ejemplar y admirable para muchos: por su honradez, su limpieza de costumbres en medio de otras depravadas, y por sus virtudes, es decir, vivían en el mundo pero no eran mundanos, como enseñó el mismo Jesucristo y los apóstoles.
Destacaba san Josemaría, el 26 de junio se celebró el santo, que cada comunidad de fieles reunía a personas de todos los estratos sociales, pues estaban representadas en ellas todas las profesiones: había médicos como Lucas, juristas como Zela, financieros como Erasto, universitarios como Apolo, artesanos como Alejandro, comerciantes, vigilantes de las cárceles y sus familias, soldados y oficiales, o algún procónsul como Sergio Paulo: eran pobres y ricos, esclavos y libres, gente civil y militares como Sebastián. Hoy también se da este echo gracias a san Josemaría.