Cartas al director
Siempre estuvieron corrompidos
Sr. Director:
Hace pocos días estaba comiendo en un restaurante.
Próximo a la mesa que yo ocupaba, había una pareja que había solicitado la cuenta. Al presentársela el camarero, observaron que este había olvidado incluir en la nota, lo que habían consumido previamente en la barra, mientras aguardaban a tener la mesa disponible, error que hicieron ver al empleado que les estaba atendiendo.
He aquí un hombre honrado, me dije, y por asociación de ideas, automáticamente comparé su comportamiento con el de los sinvergüenzas, que con la excusa de servir al pueblo, se dedican a saquearlo.
No hay día que no salte al primer plano de la opinión pública y la opinión publicada, nuevos datos relacionados con nuevos o viejos escándalos protagonizados la mayoría de ellos por políticos.
Ahora, Anticorrupción denuncia una trama eólica de 80 millones en comisiones en Castilla y León.
No sé si los que nos están esquilmando desde hace décadas, son muchos o pocos. Todo depende de dónde, y en quien pongamos el punto de referencia. Si nos fijamos en Sudán del Sur o Somalia, los países donde impera la mayor corrupción del mundo, la de España es una cuchufleta, pero si ponemos el punto de mira en Dinamarca o Nueva Zelanda, países en los que la corrupción es prácticamente inexistente, lo de España puede ser considerado una epidemia.
Según el índice de percepción de la corrupción elaborado por Transparencia Internacional, España ocupa el lugar 41 a nivel mundial, con un 58 puntos y el 17 de entre los estados miembros de la Unión Europea.
De los Estados más significativos de la Unión, solo Italia tiene un nivel más alto que España en la percepción de la corrupción.
En los últimos cinco años, la percepción de la corrupción en el sector público en España ha empeorado, lo que ha producido un descenso de su posición en el ranking internacional.
Sin desear restarle un ápice a la gravedad que esta situación conlleva, hay que señalar éste, no es un fenómeno exclusivo de España.
Durante 2016, se ha visto que en todo el mundo, la corrupción sistémica y la desigualdad social se refuerzan recíprocamente, y esto provoca decepción y desconfianza en la sociedad hacia la clase política, estado de opinión que constituye un campo especialmente abonado para para que se impongan los políticos populistas.
Resulta urgente romper el círculo vicioso que constituyen la corrupción y la desigualdad para desactivar la señal de alerta del populismo y sus nefastas consecuencias.
El 69 por ciento de los 176 países incluidos en el Índice de Percepción de la Corrupción de 2016, obtuvieron una puntuación inferior a 50, en una escala de 0 a 100.
Estos resultados exigen de la clase política una profunda reflexión y un inmediato ejercicio de responsabilidad. Los mismos evidencian el carácter masivo, generalizado y creciente de la corrupción en el sector público a nivel mundial.
La corrupción y la desigualdad se refuerzan mutuamente, creando un círculo vicioso entre corrupción, reparto desigual del poder en la sociedad, y desigualdad en la distribución de la riqueza.
Los numerosos casos de corrupción descubiertos demuestran, que para aquellos que ejercen el poder, es demasiado sencillo aprovechar la opacidad del sistema financiero global para enriquecerse, en perjuicio del bien común.
La sociedad está exasperada por causa del saqueo al que se está viendo sometida, no desde hace años, sino décadas. Y lo que es peor y mucho más peligroso: asqueada del escarnio que constituyen las mentiras y las promesas vacías de muchos políticos que aseveran combatir la corrupción, cuando solo se limitan a podar la maleza visible, sin arrancar las raíces.
Ante desprecio de tal naturaleza, no es de extrañar, que ingenuamente, muchos opten por apoyar a los salva patrias populistas que surgen asegurando que cambiarán el sistema y terminarán con la corrupción.
Sería infantil dar la menor credibilidad a esas afirmaciones gratuitas. Prometer no cuesta nada. Bástenos hacer un análisis de las experiencias obtenidas de los populismos, para comprobar que los mismos, no solo no han solucionado nada, sino que en la mayoría de los casos, han agudizado el problema, o cuando, aprovechado que tenían el poder en sus manos, han instaurado un sistema totalitario, difícilmente reversible.
Los populismos nacen del descontento y desencanto de una sociedad que se ha visto engañada, manipulada y robada, y como consecuencia de estas indignidades, ha anidado en ella un natural deseo de resarcimiento y desquite. Pero el ojo por ojo y el diente por diente, siempre han sido el comienzo de una espiral de encono creciente, que generalmente, termina desembocando en el enfurecido mar de la violencia.
Contra el egoísmo humano, no existen fórmulas mágicas. Jamás se podrá erradicar, porque es inherente al ser humano. Solo cabe luchar contra él mediante la libertad de pensamiento y de expresión; haciendo efectiva la independencia del poder judicial y de los medios de comunicación, ambos frecuentemente contaminados por el partidismo político; suprimiendo todas aquellas medidas que puedan fomentar el clientelismo político, y que como tales, condicionan el voto en las elecciones, y decretando las medidas necesarias para que exista una absoluta transparencia en todos los procesos políticos. Solamente así podrán existir instituciones democráticas sólidas, y la sociedad civil y los medios de comunicación podrán exigir, que quienes están en el poder, rindan cuentas y asuman las consecuencias por sus actos.
Si todos fuésemos como la pareja del restaurante, que renunció a la oportunidad de aprovecharse del error cometido por el camarero, otra sería nuestra situación, porque una nación se forma por la voluntad de cada uno de sus ciudadanos de compartir la responsabilidad de conservar el bien común.
César Valdeolmillos
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