Sr. Director:
Los laicistas defienden que el sistema educativo público no es únicamente el que se sostiene con fondos públicos, sino el que atiende a todos y todas por igual, sin diferencias y sin selecciones previas. Pero en realidad lo que hay detrás es un intento de imponer un único modo de pensar, el de ellos, en clara violación del artículo 27.3 de la Constitución, que reconoce el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus propias convicciones. Con ello, la libertad religiosa, un derecho humano fundamental, afirmado como tal en el artículo 18 de la Declaración de Derechos Humanos, quedaría malparada al ser desterrada de la escuela pública.
Uno puede preguntarse sobre la importancia de que sean los padres o por el contrario el Estado quienes eduquen a los niños. Si a unos padres se les niega el derecho a educar a sus hijos según sus convicciones religiosas o morales estamos ante un Estado no democrático, sino totalitario.
En nuestro mundo actual se trata de imponernos lo políticamente correcto, es decir la ideología de género, sobre la que ya en 2012 decían nuestros obispos en su documento La verdad del amor humano: “No se detiene, sin embargo, la estrategia en la introducción de dicha ideología en el ámbito legislativo. Se busca, sobre todo, impregnar de esa ideología el ámbito educativo. Porque el objetivo será completo cuando la sociedad –los miembros que la forman– vean como ‘normales’ los postulados que se proclaman. Eso solo se conseguirá si se educa en ella, ya desde la infancia, a las jóvenes generaciones. No extraña, por eso, que, con esa finalidad, se evite cualquier formación auténticamente moral sobre la sexualidad humana. Es decir, que en este campo se excluya la educación en las virtudes, la responsabilidad de los padres y los valores espirituales, y que el mal moral se circunscriba exclusivamente a la violencia sexual de uno contra otro” (n. 60).