Sr. Director:
Los tres amigos regresaban de su particular romería de una sola jornada tras haber acompañado la marcha de la Hermandad hasta la parada del almuerzo. Habían ido andando y así volvían, por un seco y agreste camino de arena entre los pinos.
Al poco de echarse a andar para la vuelta se les unió un chaval de la localidad que, como había ido caminando junto al Simpecado, volvía muy sucio por la mezcla del polvo y el sudor. Dijo que se llamaba Juan y bastó cruzar unas cuantas palabras con él, para darse cuenta de que no era el joven más avispado de la zona.
El sol pegaba fuerte y aunque hacía horas que el grueso de la Hermandad ya había pasado, aún se cruzaban con la vuelta de los cuatro caminantes alguna carreta rezagada con gente alegre bebiendo y cantando. Del interior de una de ellas, alguien que identificó a Juan en el grupo caminero le gritó: «¡Juanitooo, que no vales pa ná!».
Así, sin venir a cuento le lanzó una ofensa con saña tan cruel como innecesaria en aquel momento; quizás por si los forasteros acompañantes del bueno de Juanito no se habían percatado de sus indisimulables limitaciones. Un grito infame que ni siquiera se explica en la ancestral envidia de Caín; pues nuestro Abel poco tenía para ser objeto de envidia.
Qué triste es que ni en las arenas camino del Rocío seamos capaces de enterrar la sombra del Caín que acecha agazapado en nuestro interior.