Sr. Director:
Es la Navidad una bonita época del año en la que nuestras ciudades se engalanan con mucha antelación, compitiendo mediante un gastoso despliegue de luces para ver cuál las tiene más largas o cuál pone un árbol más grande. En una sociedad descristianizada, bien sabemos que tal derroche no se debe a una celebración religiosa, sino que se trata de una mera inversión para atraer más turismo, que es la única fuente de ingresos que nos están dejando en España, además de la muy rentable militancia en ciertos partidos políticos. Miles de luces de colores y estructuras colosales con forma de abetos, se han ido erigiendo en símbolos universales de estas fiestas, junto con los papanoeles y los renos, esos animales tan habituales en nuestro entorno. Entre unos y otros, y los del solsticio, hemos ido desplazando y sustituyendo a nuestros tradicionales belenes, olvidando que Navidad procede de Natividad.
Y es que lo de celebrar nacimientos y natividades no es muy popular en este Occidente que se muere de viejo y donde lo progresista y avanzado en derechos son las políticas antinatalistas y no dejar nacer a cientos de miles de seres humanos concebidos. No nos basta con matar a los niños en guerras y enfrentamientos, a veces tan próximos al pobre lugar donde nació Aquél por cuya Natividad celebramos la Navidad. Tras la multitud de cegadoras luces de unas fiestas que marginan poco a poco su razón de ser y que sólo nos reclaman para gastar cada vez más, se alzan las sombras de esa otra multitud de truncadas vidas de inocentes a los que les negamos su natividad.