Cuando una persona mayor fallece, en el tanatorio o en el cementerio quienes más lloran, con diferencia, son los nietos. Los hijos suelen ser más conscientes de que su padre tenía una edad y mala salud y, por lo tanto, no ha sido ninguna sorpresa. Lo echarán de menos, el recuerdo de los padres siempre permanece, pero quienes lloran desconsoladamente son los nietos. ¿Por qué? Todos lo sabemos: los abuelos les han permitido a los nietos cosas que nunca consienten los padres. Les regalan cosas que nunca les regalarían en casa.

Y esto nos lleva a una cuestión compleja, donde cualquier razonamiento puede ser impugnado. “Quienes educan son los padres. Los abuelos tienen menos influencia en la educación y los nietos saben que los abuelos les miman más e incluso les dan caprichos que sus padres no les consienten”. Lo dice José María Contreras que lleva muchos años apoyando a las familias de diversas maneras.

Quienes exigen son los padres, que se dan cuenta de que a base de antojos no se consigue nada. Habrá quien diga que en casa de los abuelos el niño ha aprendido a rezar más que en su propia casa. Pero además resulta que, en los tiempos que corren, acudimos a los abuelos con bastante frecuencia: los padres tienen mucho trabajo y dejan a los hijos con los abuelos. Están poco con los hijos y, por lo tanto, les enseñan pocas de esas cosas que se aprenden viendo, viviéndolas. Si los padres apenas están en casa, malamente cogerán los hijos hábitos de oración o de otros modos de vivir. Y a veces los abuelos suplen.