Para vivir profundamente la muerte y vivir ya en la muerte el palpitar de la eternidad, el creyente ha de morir radicalmente al pecado.
La luz abre el alma para vivir la muerte de la propia muerte; la redención de la muerte. Y así, en la muerte de quien vive con Cristo y muere al pecado, la vida adquiere su verdadero sentido, su pleno sentido. Manifiesta que ha valido la pena vivir, sufrir, amar, servir, vencer el pecado. Y presenta el verdadero rostro de Dios en el día del juicio:
“¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar? (Camino, 746); y se compagina con esa disposición que el mismo Josemaría Escrivá recordó apenas un mes antes de su propia muerte: “De la otra vida nos separa un diafragma tan tenue, que vale la pena estar siempre dispuestos a emprender ese viaje con alegría” (22-V-1975).
San Pablo expresa con nitidez esta situación en su carta a los Romanos: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Él” (cfr. Rm, 6, 3-11). Me parece bueno que en estos días de preparación (adviento) de la Navidad tengamos un pensamiento sobre la muerte.