Sr. Director:
En el pasado adquiríamos virtudes humanas, como la sinceridad y la obediencia, en el hogar, mientras la escuela suscitaba hábitos de laboriosidad y disciplina. Luego nos hacíamos más solidarios en una sociedad que, todavía, era educadora. Se asumía que esos hábitos eran necesarios en el proceso de maduración personal y en la preparación para la vida.
Hubo que esperar a que lo educativo fuera influido (y, en algunas ocasiones, instrumentalizado) por lo ideológico, para que surgieran las llamadas “crisis de valores”, algunas de ellas artificiales. Ahora mismo se nos repite como un mantra, que estamos en una de esas crisis que, a pesar de la frivolidad con que se denuncia, (con frecuencia en la barra del bar) admito que existe. Nadie negaría los males que ha causado el permisivismo moral, convertido después en permisivismo educativo.
Lo que no suele decirse es que todos hemos contribuido, de algún modo, a la crisis; no somos simples espectadores de un suceso que nos es ajeno, sino protagonistas. Por eso no basta lamentarse. Por ejemplo, las crisis de algunas familias proceden de la pérdida de valores encarnados (virtudes) en algunos de sus miembros.
Hay valores positivos olvidados (como la disciplina); valores manipulados (como la autoridad); valores sobreestimados (como la utilidad); valores negativos legitimados (como la picaresca). La jerarquización de la escala de valores se ha trastocado a capricho. La verdad, la bondad y la belleza han dejado de estar en la cúspide de la escala axiológica desplazados por los valores económicos y utilitarios.