Sr. Diector:
La Virgen acompañó a Juan Pablo II en los sufrimientos que le ocasionó el atentado, y que a él le ayudaron a unirse más al Señor, a ofrecer sus penas y dolores, a vivir, en una palabra, la conversión a la Caridad de Dios, que nos recordó a todos con estas palabras, para animarnos a anunciar a Cristo, el mejor acto de Caridad que podemos vivir con quienes nos rodean:
Caridad en Cristo, Dios y hombre verdadero. El misterio de caridad de Cristo que nos invita, desde el primer momento de su vida pública, a la Conversión. “La conversión significa aceptar, con decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos” (Redemptoris missio, 46).
“Hoy la llamada a la conversión que los misioneros dirigen a los no cristianos se pone en tela de juicio o se pasa en silencio. Se ve en ella un acto de “proselitismo”; se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión, que basta formar comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Pero se olvida que toda persona tiene el derecho a escuchar la “buena nueva” de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación. La grandeza de este acontecimiento resuena en las palabras de Jesús a la samaritana: “Si conocieras el don de Dios”, y en el deseo inconsciente pero ardiente de la mujer: “Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed” (Jn. 4, 10.15) (Redemptoris missio, n. 46).
No cabía en cabeza alguna que la caída de los regímenes comunistas -con sus más de 40.000.000 de asesinatos políticos, solo en la Unión Soviética- llegara a tener lugar sin derramamiento de sangre. La única derramada fue la de Juan Pablo II. No tengo duda de que fue un regalo de Nuestro Señor Jesucristo a sus hermanos los hombres del mundo.