- Aquel hombre era un revolucionario de Cristo que podía acarrearle muchos problemas al establecimiento del poder mundano.
- Bien estaba derrocar al marxismo, pero es que el polaco también apuntaba contra el capitalismo occidental.
- En el entretanto, Wojtyla comienza su gran batalla por el ecumenismo, en los dos pulmones de Europa, el oriental ortodoxo y el occidental.
- Y más. Propone reestructurar la deuda del Tercer Mundo o incluso condonarla cuando fuera posible.
- Condena tanto el comunismo como el capitalismo porque "los dos son imperialistas y pecan contra los pobres".
"Prepararás al mundo para mi última venida". Diario de Santa Faustina, número 1.394: "Sufrimiento, persecución, ultrajes, deshonor, con todo esto mi alma se asemeja a Jesús. Este es el camino más seguro. Los sufrimientos no me quitan la paz, pero esa paz profunda no me quita la sensación de sufrimiento". Mediada la década de los ochenta comenzó en Occidente la caza a Juan Pablo II (en Oriente ya había comenzado desde que fue elegido Papa, porque le conocían más y le temían más que a un tornado). La atmósfera imperante presagiaba que aquel hombre era un revolucionario de Cristo que podía acarrearle muchos problemas al establecimiento del poder mundano. Bien estaba derrocar al marxismo, pero es que el polaco también apuntaba contra el capitalismo occidental. Comenzó la caza del hombre, la lucha por desprestigiar a Wojtyla y convertirle, ora en un tirano, ora en un mercenario, ora en un doctrinario. Los ultrajes iban a ser continuos y recordaban aquello de "expulsa a los demonios por el poder del príncipe de los demonios". En el entretanto, Wojtyla, un tipo al que no le gustaba perder el tiempo, comienza su gran batalla por el ecumenismo, en los dos pulmones de Europa, el oriental ortodoxo y el occidental, especialmente la división anglicana. El acercamiento doctrinal a los anglicanos era más fácil y más difícil que a los luteranos o a los ortodoxos. Y es que el problema del anglicanismo, y sus hermanos presbiterianos norteamericanos y africanos -es decir, la geografía del antiguo Imperio británico- era más fácil en lo doctrinal y más complejo en todo lo demás. Porque el problema no estaba en el acercamiento sino en que la Iglesia Anglicana, presidida por la Reina de Inglaterra, se había convertido en un equipo partido en dos: los que creían en Cristo y los que no. Ese era el problema de fondo, que había convertido a la Iglesia inglesa en una gigantesca empresa que repartía rentas vitalicias entre sus mandos. Lo demás, por ejemplo, la ordenación de mujeres y homosexuales era carnaza mediática, dado que los medios se guían por el pensamiento débil, es decir, por la nefasta manía de no pensar y conformarse con el lugar común. Como siempre, la técnica juanpaulina en el acercamiento a anglicanos y ortodoxos consistirá en olvidarse del derecho canónico y centrarse en la caridad cristiana: llegar tan lejos como permita la lealtad al Cuerpo Místico. Con Juan Pablo II no se conseguiría la unidad -quizás porque dos no pelean si uno no quiere-, pero cambiar los principios por la unión ciega supone traicionar los principios y lograr fusiones huecas. El cristiano puede ceder pero no suicidarse. Sin embargo, el polaco conseguiría el mayor aluvión de conversiones al catolicismo de clérigos y fieles anglicanos desde el rijoso de Enrique VIII. Y más. El 27 de diciembre de 1986, la Comisión Justicia y Paz aborda la deuda pública internacional lo que ahora conocemos como deuda soberana, centrándose en el Tercer Mundo. Propone reestructurar la deuda del Tercer Mundo o incluso condonarla cuando fuera posible. El FMI se quedó sin campo de actuación porque el polaco había ido mucho más allá y conseguiría que el mundo pobre tomara consciencia de la losa que le hundía. El séptimo mandamiento obliga a pagar las deudas, pero no a costa de la supervivencia... ni de la supervivencia de la usura. Curioso, porque si le hubieran hecho caso, en 2007 no se habría producido la mayor crisis financiera de la historia reciente, que ha afectado más a aquellos que más capacidad de endeudamiento poseían: los países ricos. El 19 de febrero de 1988 llegaría la Sollicitudo Rei Socialis, encíclica que Juan Pablo II escribiría a partir de un borrador que luego resultaría irreconocible. Una vez más, el Papa llegaba mucho más allá de lo que le pedían sus colaboradores y se apuntaba al distributismo de Belloc y Chesterton, llevando hasta el final la Rerum Novarum de su predecesor León XIII. El Papa fue tan taxativo en la condena del comunismo como del capitalismo porque "los dos son imperialistas y pecan contra los pobres". Al final, se aclaraba que la doctrina social de la Iglesia no propende a poner lo privado sobre lo público, sino al débil sobre el grande, según la máxima chestertoniana: "¿Qué más me da que todas las tierras del condado pertenezcan al Estado o al duque de Sutherland?". El caso es que no son mías, no están distribuidas al por menor. Los iconos progres. Todavía hay algo más tonto que un obrero de derechas: un hombre feminista. Pero todavía hay algo más tonto que un varón feminista: un cura progre. Hans Küng en Europa y Charles Curran en Estados Unidos, se convertirían en los dos curas idolatrados por la progresía del momento. Ambos habían renunciado a ser papas para no perder el don de la infalibilidad. Curran arremetía contra la Humanae Vitae desde la Universidad Católica de América, sita en Washington. En ambos casos, Küng y Curran, la 'condena' del Vaticano hubiera hecho sonreír a cualquier jurado: ambos podían seguir en sus cargos, podían enseñar lo que desearan. Lo único que no podían decir es que eso que enseñaban era doctrina católica. Más que nada porque no lo era. Ni su libertad de expresión, ni su cartera, ni su currículum sufrieron merma alguna. Es más, en los tres factores ambos intelectuales crecieron con desmesura gracias a la "brutal" condena papal. Por su puesto, los dos fueron apercibidos durante años para que reconsideraran su postura antes del dictamen, pero no surtió otro efecto que el de echar las patas por alto. Ambos pertenecen a ese grupo de personas que consideran que la obediencia es sumisión, también la obediencia a Dios, y que, en suma, lo mejor es no marcharse de la Iglesia, aunque cuando se ha dejado de tener nada ver con ella, porque desde dentro se le puede hacer mucho más daño. Merece la pena destacar que la condena a Charles Curran fue aprovechada para recalcar una idea central del Pontificado juanpaulino: que la absolución sólo puede llegar con el arrepentimiento, no con una absolución anticipada. Porque, si no hay arrepentimiento, ¿cómo absolver y de qué absolver? La plática de Juan Pablo II quedó patente durante su viaje al Chile de Pinochet. Karol Wojtyla aterrizó en Chile el 1 de abril de 1987. Allí se enfrentó tanto al dictador Pinochet como a la dura izquierda chilena, pues no olvidemos que el alabado régimen de Salvador Allende guardaba una peligrosa similitud con la II República española: una dictadura disfrazada de democracia. El caudillo chileno se lo dejaría muy claro al Papa: ¿Por qué la Iglesia siempre habla de democracia? Tanto vale un método de Gobierno como otro. La respuesta partió como un rayo: "No -respondió Juan Pablo II-. La gente tiene derecho a la libertad aunque cometa errores al ejercitarla". En ese momento, la Iglesia había bendecido el régimen democrático, aunque Juan Pablo II marcó la diferencia entre política y religión en el mismo viaje: "Yo no soy el evangelizador de la democracia sino del Evangelio, aunque los derechos humanos pertenecen al mensaje del Evangelio y si la democracia equivale a los derechos humanos entonces también pertenece al mensaje de la Iglesia". El viaje también tuvo su encontronzazo con la durísima izquierda chilena, quien montó su numerito en el Parque O' Higgins durante la eucaristía de beatificación de la hermana Teresa de Jesús de los Andes. Naturalmente, la policía de Pinochet reprimió en su estilo, a lo bestia, a los manifestantes, con chorros de agua y gas lacrimógeno que ahogaban al propio Juan Pablo II. Pero el polaco estaba ya muy versado en violencia y continuó impertérrito, la ceremonia, aunque los obispos chilenos no sabían dónde meterse. La respuesta de Juan Pablo II les sirvió de lección: "Si algo no hay que hacer en estas situaciones es rendirse a los alborotadores". Contra fuerza, resistencia.