Google acaba de modificar su “algoritmo”. Para ser exactos, en España se modificó el 4 de diciembre y aunque los afectados medios informativos braman… callan. Tan prisioneros son ya del gigante creado por Larry Page y Serguéi Brin que gruñen en silencio mientras intentan negociar misericordia con el todo poderoso gigante norteamericano, no vaya a ser que, en lugar de una bofetada, les arreen dos.
Pero el cambio de algoritmo de Google (insisto, una mentira: ese algoritmo no es neutral, es intencionado), ese megaportal que es, a un tiempo, parásito de la prensa y señor de la prensa, no ha afectado a todos los medios por igual. Por ejemplo, a los medios cristianos les golpea mucho más fuerte que a los ‘constitucionales’ que no se sabe qué quiere decir.
Existe en Google una inconfesable voluntad de pensamiento único, de censurar cualquier tipo de discrepancia frente al pensamiento dominante, frente a lo políticamente correcto.
En teoría, la nueva censura -perdón, algoritmo- de Google trata de proteger el patrimonio y la salud de sus usuarios. Traducido al cristiano, eso significa que todo poder económico es bueno -vamos que ni se te ocurra criticar a una multinacional o un banco central o a un ministro del ramo económico o laboral-. Son creadores de riqueza y tú eres un repugnante saboteador de oscuras intenciones. Sí, exactamente eso es lo que significa, con toda la gradación que les plazca añadir. Si lo haces, Google te condenará a la pantalla duodécima, en la que nadie te verá ni leerá.
Lo mismo hará con cualquier discrepancia que manifiestes con, por ejemplo, las tesis oficiales sobre la pandemia o la lucha contra el Covid. Si te desvías del discurso publico o de las medidas oficiales -que no han dejado de fracasar desde el inicio-, estás perpetrando bulos y atentando contra la salud pública. Y esto aunque seas el famoso virólogo del mundo mundial: ¡Mucho anarquista es lo que hay!
El robot de Google disfraza la libertad de pensamiento como subjetividad inaceptable y confunde objetividad con verdad
Ni que decir tiene que las convicciones religiosas y morales son pura subjetividad y el robot de Google, además de ser una máquina, está conducido por una inteligencia humana para convertir toda convicción en una opinión personal e intransferible. Como si lo subjetivo fuera sinónimo de falso y como si los hechos objetivos (no existen los hechos subjetivos) significaran algo sin interpretación.
En definitiva, cuando hablamos de libertad de expresión, hablamos, antes que de libertad de información, de libertad de opinión. Es decir, eso que, en tiempos más civilizados, conocíamos como libertad de pensamiento.
Ya se imaginaran que el pensamiento cristiano es el peor visto por Google.
Pero hay algo más peligroso. Más aún que esta censura disfrazada de objetividad. Al final, la filosofía Google como toda la cosmovisión de una generación de nativos digitales se resume así: las cosas no son ni buenas ni malas. Son posibles o imposibles. Ya se imaginan que, a partir de ahí, no cabe ni moral, ni razón, ni libertad alguna. Es más no cabe pensamiento alguno, porque toda doctrina se apoya en el juicio de valor: en razonar lo que merece la pena y lo que merece la pena un poco menos, lo bueno y lo malo. El robot de Google no es tan sutil.
Y a esto habría que añadir la segunda máxima Google, la del universo digital: “to er mundo e güeno”, sobre todo si es poderoso. Por algo habrá llegado tan alto. Y la crítica siempre, siempre, es destructiva. Es más, es el consuelo de los perdedores. Y el perdedor no le gusta nada a Google.