Decía Luis María Anson que las monarquías del siglo XX o son útiles al pueblo o no serán. La utilidad, el servicio al comunidad, es incompatible con la quejumbrosidad y con el deseo de mantener tu intimidad alejada del público. Luis XIV podría ser un monarca absoluto y déspota pero el pueblo de París tenía derecho a verle hasta en su momentos de vida privada.
Los clásicos aseguraban que lo que pierde a la mujer es la pretensión/obsesión por convertirse en el centro de atención de quienes le rodean. Ya saben, que se hable de una aunque sea para bien (por lo general es para mal).
Por eso, el clásico habla de la mujer discreta, no porque tenga que estar en un segundo lado sino porque la inteligencia se le presupone -lo que no se hace con el varón- y porque lo que convierte la inteligencia en historia es precisamente, ese empeño por estar en el proscenio; hoy diríamos, ‘ante las cámara y delante del micrófono”.
Y con la moda ocurre lo mismo: el exhibicionismo es lo contrario de la elegancia. Meghan Markle no ha olvidado que es actriz y su amor por el proscenio le ha llevado a convencer al cabeza hueca del Príncipe Harry de que deben abandonar sus obligaciones con la Familia Real. Alguien le ha recordado que si quiere vivir de su salario no sabe hacer la ‘o’ con un canuto y que sólo su seguridad sale carísima.
En suma, si no quieres tener deberes tampoco deberías tener derechos. Eso sí, para la carrera de actriz de Markle la espantada resultará muy positiva. Esta chica se la ve muy sincera.
Y hay algo más: el exhibicionismo de Meghan Markle no sólo rompe la Familia Real británica: rompe la vocación de servicio de la monarquía, de cualquier monarquía. Un Rey, todo miembro de la familia Real al menos en primer grado, recibe muchas prebendas a cambio de ser esclavo de su cargo.
El Príncipe Harry no se ha enterado. A lo mejor es bueno: así no cabe la menor posibilidad de que este cantamañanas llegue a reinar en Gran Bretaña.
Se llama Megxit no Henrexit: por algo será.