Las recientes elecciones no han cambiado nada en Paquistán. En aquel superpoblado rincón del Índico, se han unido el hambre con las ganas de comer, el panteísmo hindú con el fundamentalismo islámico.
Para el hinduismo panteísta, la vida no tiene ningún sentido. Su eterno retorno supone que la persona no vale nada y que siempre puede ser sacrificada en el círculo cerrado de la existencia.
Por su parte, el islamismo radical no entiende de clemencia. No logra comprender en qué consiste el martirio: no en matar sino en vivir y, en tal caso, morir, por una causa. El mártir no mata, muere… solo cuando está obligado a ello y por una causa superior a la vida: por Dios, dador de vida.
El mártir no mata, muere. Y es un entusiasta de la vida. El fanatismo islámico es incapaz de entenderlo
Pero el panteísmo hindú es peor que el islam. Es la negación de la libertad humana y, lo que es peor, una negación consentida, ante la que se alienan, como zombis, los seres humanos. Para el hinduismo panteísta la vida es un circulo sin salida. La persona no importa, sólo el todo. O sea, la nada.
Ese cóctel explosivo de panteísmo y fanatismo siempre acaba mal. Para entendernos, entre anular el deseo y convertir el alma humana en un círculo cerrado (panteísmo hindú) y la violencia de quien se siente legitimado para matar (islam) en nombre de Dios, no hay por qué extrañarse de que Pakistán se haya convertido en la mayor cuna de terroristas y extremistas de todo el planeta.
Se me olvidaba, también es una potencia nuclear.