Sigo con la magnífica obra de Serge Abad-Gallardo (en la imagen), titulado Por qué dejé de ser masón. Una historia real, que dirían los críticos de cine de alguien que se pasó muchos lustros en la masonería antes de convertirse al Cristianismo y que nos proporcionan muchas pistas para conocer el secreto máximo. La primera, que secreto y misterio no tienen nada que ver.
El secreto es de los masones, quizás por la sospecha de que en las fraternidades no hay misterio alguno y sí mucho secreto. No hay misterio porque la sabiduría oculta no existe. Por el contrario, en el Cristianismo no hay secreto alguno aunque sí varios misterios. Entre ellos, el de un Dios que se deja clavar en una cruz para salvar al hombre. En plata: que la masonería, antes que nada, es una chufla de mucho cuidado. Lanzada por peligrosos estafadores, ciertamente, pero una chufla. Pretende hundir sus orígenes en Hiram, el gran arquitecto, figura mal extraída de las Sagradas Escrituras que, a la postre, no es más que un mito exagerado por los hijos de la Viuda (otra figura de arcano, porque insisto: los masones son un poco cursis).
Al final no hay misterios, sólo secretos. Y como resulta que el bueno de Hiram se guardó para sí solito la palabra perdida, pues hemos de concluir que era un arquitecto sabio aunque, desgraciadamente, no podemos conocer su sabiduría. El libro de Abad-Gallardo no tiene desperdicio. Empieza con todo tipo de rituales masónicos, mucho más elaborados que los de cualquier credo. Eso de darse la mano y apretar tres veces el espacio entre el pulgar y el índice para reconocerse como hermano masón queda muy bien para las novelas policiacas pero así, entre nosotros, resulta un poco hortera. Que para que llegue la luz se venden los ojos del iniciado y posteriormente se le desvende para acceder a la susodicha luz, resulta definitivo. Y para que afronte vendavales en su inagotable -sobre todo inagotable- búsqueda de la verdad, al vendado se le abanica con el souvenir español. Pues mire usted, he conocido libros de primaria mucho más complejos y menos presumidos.
Eso sí, la masonería nunca renunciará a ser un instrumento para medrar, un elemento de favores mutuos que crea un interesado espíritu de mutuo auxilio, no precisamente familiar, sino profesional y político. El autor recuerda cómo se le abrieron puertas cuando estaba en la obediencia masónica y cómo se le ha perseguido, así como a su familia, para marginarle, especialmente en el apartado laboral. Es arquitecto funcionario y desde que abandonó la masonería las está pasando canutas. Sus antiguos hermanos están dispuestos a arrebatarle la herencia y para ello no dudan en amenazarle y en truncar su carrera profesional. No es de extrañar. En Francia (no será muy distinto en España) hasta el primer ministro francés, Manuel Valls es masón. La masonería, recuerda Serge, siempre tira hacia el relativismo progre de centro izquierda, es decir, hacia el Partido socialista. Ahora existe una derecha progre en toda Europa, por supuesto, pero sus preferencias siguen estando ahí, en el centro izquierda, o izquierda exquisita, y especialmente en el anticlericalismo.
Me comentaba el autor que él divide a los masones en un 15% de 'conseguidores', que entran en las logias para poder medrar, un 35% de revolucionarios deseosos de atacar a la Iglesia e imponer el sincretismo religioso y el relativismo filosófico y un 40% de honrados, que más bien habría que calificar como engañados. En cualquier caso, mucho me temo que la masonería se está adecuando a los tiempos actuales, al siglo XXI. El relativismo y eclecticismo consiguientes, el "nada es verdad ni nada es mentira", es cosa del siglo XX. Ahora, en el siglo XXI, hemos pasado al terrorismo directo, es decir, a los tiempos en los que a la verdad se la llama mentira y a la mentira, verdad y, sobre todo, la era en la que al bien se le llama mal y al mal, bien. Eso es lo que Cristo identificó como la blasfemia contra el Espíritu Santo. Es decir, que la masonería se hará menos filosófica y más violenta. Si no, al tiempo. Eulogio López eulogio@hispanidad.com