Apenas sabía qué decir, no es buena oradora, Isabel Díaz Ayuso en el balcón de Génova la noche triunfal del 4 de mayo. Cuando una lideresa de derechas vence en Rivas-Vaciamadrid, el municipio más rojo de la capital, oiga, la emoción le embarga y la lengua no se suelta. El entregado público no sabía ni en qué momento aplaudir. Es más, en su dialéctica que reclamaba libertad -buena petición, sin duda- faltaba la pregunta de Lenin: ¿Libertad para qué? La respuesta se intuye, sí, pero Ayuso no la facilitaba.
Y todo esto quiere decir una cosa muy simple: Díaz Ayuso no lograba salirse del guión auto-establecido por la clase política española (y me temo que en toda Europa ocurre lo mismo), que no es otro que el de la insufrible, resentida y estéril pedantería: frases hechas que no exponen premisas ni llegan a conclusión alguna. Los políticos españoles aburren.
Hasta que volvió a ser ella misma. Se olvidó de su papel y volvió a su carácter, ajeno a la altisonancia y el esnobismo, marcas de fábrica de la política española y lo que le convierte en simpática a los ojos de la mayoría… independientemente de su ideología y de su mensaje político. Fue cuando le respondió a José Félix Tezanos -otro grandísimo pedante- sin citarle: felicito a los tabernarios, aseguró. Con eso bastaba.
En plata, ¿por qué ha triunfado Isabel Ayuso? Porque es una mujer que huye de la pedantería y, cuando vuelve a ser ella misma, sale a hombros por la puerta grande. A hombros de Sánchez, sin ir más lejos.
Isabel Díaz Ayuso es el triunfo de la sencillez. Que le dure.