El español es un tipo con grandes virtudes. Por ejemplo, la alegría, que no deja de ser el complemento necesario de la verdad o de la humildad.
Pero también tiene sus defectos. Uno de ellos es no escuchar jamás. Una conversación entre cuatro españoles se compone de cuatro oradores. El sentido de la lengua –en todos los aspectos, me temo– está mucho más desarrollado que el del oído. De hecho, los extranjeros que nos vigilan suelen acabar con jaqueca. La verdad es que son muy blandengues.
Cuando el español deja hablar a su interlocutor tampoco le escucha mucho, más bien está preparando la respuesta. Dialéctica, que le dicen. Y todo esto se quedaría en un defecto menor si no fuera porque parece una consecuencia lógica de una miseria mucho más peligrosa: el sectarismo.
Ahora bien, si de sectarismo hablamos, la clase política española ha logrado batir récords de patriotismo. Además de no escuchar, en toda la historia democrática no se recuerda un sectarismo como el alcanzado en estos tiempos.
Y entienden el poder como la capacidad de infligir daño al adversario. Ninguno vale nada
¿Qué es un sectario? Pues aquel que no tiene adversarios, sino enemigos, incapaz para la ironía –en todo caso, para el escarnio– y, sobre todo, imposibilitado para reconocer la rectitud de intención en el contrario. Es más, el contrario no piensa lo que dice pensar: sus razones son siempre espurias, algo oculto persigue. Sectario es, por último, aquel que concibe el poder como capacidad para infligir daño.
Tenemos la clase política más sectaria de toda la democracia. Y me temo que no se salva nadie. Es una clase política guerracivilista. Hay grados de sectarismo, de acuerdo, pero todo los son. Por tanto, no pienso discriminar por niveles. Aunque es cierto que la izquierda todavía no ha asimilado que perdió la Guerra Civil de 1936-1939, con lo que alimenta un rencor aún más guerracivilista que la derecha.
Pero todos han pecado de sectarismo agudo.