6 de agosto de 1945, la primera bomba atómica cae sobre Hiroshima. Tres días después, el ejército norteamericano perpetra la segunda bomba atómica, esta vez sobre Nagasaki. Supongo que, sólo por casualidad, la ciudad japonesa con más católicos por habitantes. 160.000 muertos en Hiroshima y 80.000 en Nagasaki.
En el subconsciente de toda la humanidad quedó anclado, y no me extraña, el odio hacia lo nuclear, uno de los grandes inventos de la humanidad. Lo comprendo pero no lo acepto.
Ahora mismo, obsesionados con el cambio climático, deberíamos recordar que la energía nuclear no ha colaborado para nada al calentamiento global y que es la energía más intensiva de todas, además de la energía de los pobres, porque es la más eficaz.
Y si no hubiéramos detenido las investigaciones sobre fusión nuclear controlada, a lo mejor ahora ya estábamos en la energía definitiva.
En cualquier caso, la culpa de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki no es de Einstein y del resto de científicos que iniciaron la fisión del átomo, sino del miserable de Harry Truman. Un antivaticanista visceral y, en general, un tipo con muy mala leche. Él fue quien dio la orden.