Roma y Semana Santa de 1972. Todos los meses de ese año fueron para mí de riguroso e importante estreno: ese año, la segunda promoción de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid, abandonamos las instalaciones provisionales de Atocha, donde habíamos permanecido dos años, e inauguramos los nuevos edificios del campus de Canto Blanco. Y antes de ese traslado, durante las vacaciones de Semana Santa, crucé las fronteras de España por primera vez, lo que entonces era todo un acontecimiento. Participé en una convivencia de universitarios que organizaba el Opus Dei en la Ciudad Santa, lo que me permitió estar en una audiencia con el Papa, el beato Pablo VI, y conocer al fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer.
San Josemaría Escrivá de Balaguer nos recibió a un nutrido grupo de estudiantes de todo el mundo en la sede central del Opus Dei, y yo tuve la suerte o la habilidad de colocarme muy cerca de él, para no perderme detalle. Aquello no era una recepción académica, sino una tertulia distendida con un santo sacerdote, en la que respondía a las preguntas que le hacíamos. Pero de repente se cambió el formato, y como tenía ganas de hablar de un tema y nadie le preguntábamos, él se preguntó a sí mismo y dijo:
- Bueno… Y vosotros me preguntaréis…
Y comenzó a responderse, para que nos enterásemos todos los presentes, primero con suavidad, y poco después con una energía tal que le vibraba la sotana. En ese momento me quedé sobrecogido al observar cómo es el celo de los santos cuando defienden los derechos de Dios. Y es que comenzó a hablar de un pecado "garvíííísimo"… Y cuando todavía no había dicho de qué pecado se trataba, por el tono empleado comencé a pensar que el que hubiera cometido el gravísimo pecado podría salir por la ventana sin romper los cristales.
"El gravísimo deber de transmitir la vida humana ha sido siempre para los esposos, colaboradores libres y responsables de Dios Creador, fuente de grandes alegrías, aunque algunas veces acompañadas de no pocas dificultades y angustias" (Humanae Vitae).
Pero al instante me quedé tranquilo, porque el pecado "gravíííísimo" en cuestión era el que cometían los matrimonios cuando cegaban las fuentes de la vida. Respiré hondo porque ninguno de los que asistíamos a la tertulia estaba casado. Lo cierto es que entonces no entendí porqué aquello era tan grave, y solo muchos años después me di cuenta de que San Josemaría tenía toda la razón, por las nefastas consecuencias que ese pecado ha tendido en la sociedad y en la Iglesia.
Se me han avivado estos recuerdos cuando he leído que ahora hay algunos que quieren revisar la doctrina de la
Humanae vitae, que es el título de la encíclica que publicó Pablo VI el 25 de julio de 1968, y que comienza con estas palabras: "El gravísimo deber de transmitir la vida humana ha sido siempre para los esposos, colaboradores libres y responsables de Dios Creador, fuente de grandes alegrías, aunque algunas veces acompañadas de no pocas dificultades y angustias".
La cuestión es si esto se lo quieren creer los católicos y si están dispuestos a secundar al Magisterio de la Iglesia, que les reconoce como colaboradores libres y responsables de Dios Creador.
No conozco un título más excelso para los esposos, que reconocerles como "colaboradores libres y responsables de Dios Creador". Y, naturalmente, a tan alto título tienen que acompañar proporcionadas responsabilidades que, en caso de no afrontarlas, en verdad se puede calificar ese comportamiento como un pecado muy grave. Y poco después, el texto de la encíclica de Pablo VI sale al paso de la interpretación que se debe dar a la apertura de la vida en el matrimonio: "Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda". Lo que traducido en román paladino quiere decir que no se pueden usar anticonceptivos, y menos cuando éstos son abortivos como sucede, entre otros, con las píldoras.
Ahora bien, la cuestión es si esto se lo quieren creer los católicos y si están dispuestos a secundar al Magisterio de la Iglesia, que les reconoce como colaboradores libres y responsables de Dios Creador. O, si por el contrario, a cambio de no hacer caso al Magisterio de la Iglesia, se someten a las consignas de pensadores y teólogos expertos en retorcer la moral como una viruta, hasta que queda al gusto y a la comodidad del consumidor. Porque no han faltado en los últimos años quienes, para no combatir de frente a la
Humanae vitae, la atacan por la espalda con argumentos tales como es lícito tomar la píldora porque no se hace con la intención hacer infecundo el acto sexual, sino con el propósito de regular el ciclo de la mujer. Los partidarios de semejante triquiñuela son los mismos que piensan y viven para congraciarse con el mundo, por lo que consideran que es más importante ser moderno que santo. Y toda su predicación se reduce a la ascética de la ocupación de los puestos de poder en las instituciones civiles, políticas y eclesiásticas.
No han faltado en los últimos años quienes, para no combatir de frente a la Humanae vitae, la atacan por la espalda con argumentos tales como es lícito tomar la píldora porque no se hace con la intención hacer infecundo el acto sexual, sino con el propósito de regular el ciclo de la mujer.
Y podría cometerse el error de pensar que cuando me refiero al consumidor estoy apuntando a esos que se declaran católicos no practicantes, y que a lo sumo asisten a una procesión de su pueblo una vez al año por las fiestas patronales. ¡Ojalá fuera así! Pero, desgraciadamente, lo cierto es que a poco que escarbes en los llamados movimientos y nuevas realidades de la Iglesia, junto a ciertas almas ejemplares, te encuentras con quienes, por cegar las fuentes de la vida, con el consentimiento de los responsables de esos llamados movimientos y nuevas realidades de la Iglesia, se condenan ellos y condenan a la organización a la que pertenecen a la esterilidad espiritual. Porque si bien la sangre de los mártires, el ejemplo de los santos, es semilla de nuevos cristianos que atrae a las almas, el tufo de los tramposos y de los hipócritas, por más que ellos se presenten con formas amables y modernas, invita a salir corriendo en dirección contraria, en cuanto te encuentras con uno de estos personajes.
Y después del ataque a la
Humanae vitae, el camino en todos los casos siempre es el mismo. Inevitablemente se acepta el mal menor como norma moral para todo, se persigue y se anula a todo católico coherente que les pueda poner en evidencia. Mientras, ellos se precipitan al relativismo moral, tan querido por el Modernismo, que San Pío X condenó en la
Pascendi por ser "el conjunto de todas las herejías con capacidad para destruir no solo la religión católica, sino cualquier sentido religioso, por cuanto los presupuestos del modernismo cimentan, en definitiva, el ateísmo".
Javier Paredes
javier@hispanidad.com