Cayetana Álvarez de Toledo es inteligente, y por eso se ha dado cuenta de la vital importancia de la batalla cultural, lo que demuestra, además, que la exportavoz parlamentaria del PP, caída en desgracia en el partido, lee Hispanidad, porque desde que empecé a escribir en este periódico ya hace casi tres años, todos los domingos, no he hecho otra cosa que referirme a la importancia de la 'batalla cultural'. Pero mucho me temo que Cayetana y yo tenemos conceptos diferentes de esa batalla cultural. Me explicaré.
Que al presidente del Gobierno no le merezca consideración la existencia del cristianismo y sus posibilidades de influencia en la sociedad y en la política, me parece razonable, porque él, en lo que debe creer, por historia y por conveniencia, para seguir en la Moncloa es en Pablo Iglesias, ya que como tenga que vivir de su doctorado, va listo. Pero que eso mismo le pase a un católico es de locos. Por eso decía yo la semana pasada que no hay cosa más requetetonta que un católico aconfesional, y de esos requetetontos hay unos cuantos en la derechita cobarde y hasta en la derechona valiente, porque como los católicos de Vox no se impongan en el partido, volveremos a tener con Vox otra versión corregida y aumentada del PP.
En nuestra cultura occidental caben tres posibilidades o tres modos de autocomprender el hombre: como partícula de un colectivo, como individuo o como persona
Debo recordar a Cayetana Álvarez de Toledo, que en la batalla cultural vuelve cumplirse la sentencia de que “no hay dos sin tres”. En nuestra cultura occidental caben tres posibilidades o tres modos de autocomprenderse el hombre: como partícula de un colectivo, como individuo o como persona, concepto este tercero muy diferente a las otros dos, que enlaza con la concepción cristiana del hombre.
Por lo demás, este es el debate crucial de nuestro mundo contemporáneo. Y en él las diferencias son tan importantes como en algunos casos irreconciliables, desde un punto de vista teórico. Que esas diferencias deriven a veces en radicalismos que levanten —por desgracia— la bandera de la intolerancia y de la exclusión es cuestión tan lamentable como antigua, y en la que no es caso entrar en este momento. Baste decir, que las tres concepciones mencionadas, en las que cabe matizar todo lo que se quiera, invitan necesariamente a la elección. Y, naturalmente, las consecuencias que se derivan de adoptar una u otra concepción engendran mundos bien distintos y en ocasiones antagónicos.
Como es sabido, la concepción del hombre como individuo se gesta a través de un largo proceso cultural, que culmina y triunfa políticamente en el siglo XIX, con la implantación del sistema liberal, o si se quiere en beneficio de una mayor precisión con el asentamiento de la ideología liberal‑progresista, a la que igualmente se puede uno referir con la designación de la cultura de la Modernidad.
La concepción del hombre como individuo se gesta a través de un largo proceso cultural, que culmina y triunfa políticamente en el siglo XIX, con la implantación del sistema liberal
Pues bien, autocomprenderse como hombre-individuo exige la aceptación de los siguientes presupuestos:
a.- El hombre-individuo no es una criatura que deba reconocer a un Creador, es un ser autónomo e independiente, y por lo tanto se puede dar a sí mismo sus propias leyes sin necesidad de consultar a instancias superiores, por la sencilla razón de que no se admite la existencia de esas instancias.
b.- El hombre‑individuo no recibe de nadie su naturaleza, pues se hace en la constante realización de actos libres; o si se quiere, la naturaleza del individuo se identifica con la libertad, lo que equivale a afirmar que el hombre es libertad, no que tenga libertad. Matiz este último, que los filósofos consideran definitivo y diferenciador.
c.-Si el hombre‑individuo, en principio no es nada, puesto que su esencia es la libertad y su naturaleza consiste en ser pura posibilidad en el origen, en consecuencia se realizará en el tiempo al compás de la ejecución de sus propios actos. Y en total concordancia con lo anterior, no admitirá ninguna responsabilidad que le frene en la acción, puesto que cree realizarse en mayor grado, como hombre, en la medida que realice un mayor número de actos.
d.-Al mismo tiempo, el hombre‑individuo actúa con la seguridad de que haga lo que haga nunca se equivoca —de otro modo, el temor al fracaso restringiría su activismo—, dado que parte del principio de que la Humanidad camina, indefectiblemente, hacia el progreso.
La sociedad compuesta por individuos siempre acaba en el caos
Como consecuencia derivada de los planteamientos anteriores, la sociedad compuesta de este tipo de hombres no puede ser otra que el caos —dicho sea sin ningún tono peyorativo, sino como definición de la realidad—. Me refiero al caos de la sociedad en sentido propio, por cuanto el hombre-individuo rechaza de plano cualquier ordenación previa, tanto en el orden personal como social. En pura lógica, en la cultura de la Modernidad, por no admitirse ninguna norma superior o exterior que establezca una mínima homogeneidad, con valor universal entre sus componentes, por cuanto se concibe al individuo como un ser radicalmente autónomo, el conjunto no puede ser un sumando por tratarse de cantidades heterogéneas.
En esta línea de pensamiento, en la que queda excluida la norma superior y transcendente al hombre, no pueden acampar las verdades universales e inmutables, admitidas por todos los hombres sobre la base de poseer una misma naturaleza común, como sostiene el hombre-persona. Así las cosas, las verdades inmutables se sustituyen por una concepción dialéctica, en la que la verdad solo lo es de un modo coyuntural, por reconocerla solo categorías sociológicas. En consecuencia, la teoría del conocimiento de este sistema desplazará a la verdad, para que ocupe su lugar la opinión.
Al igual que el hombre-individuo, el hombre-colectivo en origen no es nada, por lo que igualmente es preciso negar el concepto de creación divina. Ahora bien, así como anteriormente decía que el hombre-individuo se realizaba en la ejecución de una serie de actos libres, el hombre-colectivo encuentra esa misma realización en el conjunto de obligaciones que debe asumir o de necesidades que se le imponen desde el partido para que llegue a ser.
Las verdades inmutables se sustituyen por una concepción dialéctica, en la que la verdad solo lo es de un modo coyuntural
Fue a partir del período de entreguerras cuando se aplicó en todo su rigor la interpretación colectivista. Dicha concepción, en sus distintas modalidades políticas, coincidieron en anular a la persona, por considerar solo objeto de su interés lo colectivo: la clase, la nación, la raza, el partido y, en definitiva, el Estado. En beneficio de la unidad, la intolerancia agostó el pluralismo, por cuanto la verdad dejó de ser la meta a la que se debería tender objetiva e imparcialmente, para convertirse en una fórmula, dictada oficialmente desde el poder, y ante la que no cabía más actitud que la del acatamiento.
Se había llegado así a la culminación de un proceso cultural, que por entonces solo entendía de soluciones absolutas y definitivas: el Reich nazi de los mil años, o el sempiterno y universal comunismo de Rusia. Pero sería excesivo y falso atribuir toda la responsabilidad a personajes individualizados como Hitler o Stalin; en algún sitio he escrito que ni el primero fue un loco que engañó a muchos cuerdos, ni el segundo un tirano sin cómplices. Europa, en su debilidad, les dejó hacer y colaboró con ellos, afectada parte de ella como estaba de los mismos principios filosóficos, que en aquellos años se hicieron realidad política con la mayor crudeza y radicalismo imaginables.
Frente a la concepción individualista, la persona se sabe criatura y por lo tanto se considera un ser dependiente de Dios, su creador, a quien debe su existencia. Y a la vez que reconoce que su naturaleza es recibida, percibe esa identidad esencial en el resto de los demás hombres; o lo que es lo mismo, descubre la existencia de un Creador común para todos. La deducción es inmediata: existe, también, una ley común para todos. Por tanto, y frente a los planteamientos de la cultura de la Modernidad, que afirman que el hombre es libertad, el hombre-persona sostiene que "tiene" libertad, no que su esencia, que su naturaleza en definitiva sea la libertad.
Frente a la concepción individualista, la persona se sabe criatura y por lo tanto se considera un ser dependiente de Dios, su creador, a quien debe su existencia
Pues bien, autocomprenderse como persona equivale a asumir que se tiene una libertad posible, ni omnímoda ni radical, y que por lo tanto se pueden realizar actos propios, a los cuales queda ligada la persona y obligada en virtud de la responsabilidad. En este sentido, se afirma que la persona es agente de la Historia, por cuanto en la aceptación o modificación de la herencia recibida ella misma, en su actuar libre, se incorpora al curso de la Historia y se engancha a ella por medio de unas realizaciones, que siendo suyas, no se confunden con ella, es decir, con su naturaleza como sucedía en ese fieri del hombre-individuo.
Por otra parte, autocomprenderse como persona implica que tampoco el hombre se disuelve en el colectivo, al tener que acatar una norma impuesta desde la inmanencia y expresada en sus términos precisos por hombres bien concretos, que por lo demás suelen utilizar métodos más drásticos que el de la simple persuasión o el debate intelectual. La persona se guía por medio de su conciencia, es decir, su capacidad de conocer y de poner en práctica lo común a todos los hombres desde su individualidad. En consecuencia, la concepción del hombre como persona implica que sus derechos fundamentales emanan de su naturaleza y son invariables, sin que haya necesidad de que autoridad política alguna se los conceda por cuanto ya los posee. Es más, dicha autoridad no solo se los debe reconocer, sino que incluso está obligada a protegerlos.
Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.