La vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, se ha declarado enemiga de los privilegios económicos de la Iglesia y manifiesta estar dispuesta a acabar con ellos. Estoy seguro que, por su formación jurídica, Calvo, algún día, tuvo que aprender qué es eso del privilegio. Pero resulta comprensible que, con el mucho tiempo que lleva dedicada a la política y la intensidad tan absorbente con la que se entrega al cargo, se le han podido olvidar las nociones jurídicas fundamentales. Este domingo toca refrescar en este artículo el concepto del privilegio.
Fue a finales del siglo XVIII cuando la palabra privilegio comenzó a adquirir una acepción peyorativa, pero antes no fue así. Las revoluciones del siglo XVIII, que pretendían construir una sociedad política sobre el principio de la igualdad jurídica, repudiaron y combatieron el privilegio.
La llamada sociedad europea del Antiguo Régimen, que precedió a la Revolución Francesa, se cimentaba sobre el principio de la desigualdad jurídica. Comprendo que este concepto nos choque a los herederos del régimen que impuso la “egalité” a golpe de guillotina, pero a los europeos, durante los más de mil años que duró la sociedad del Antiguo Régimen, no les parecía tan mal. Prueba de lo que afirmo es el largo período que estuvo vigente el privilegio, porque como muy acertadamente dicta la sentencia popular “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”, y lo del privilegio, como llevamos dicho, tuvo una vigencia milenaria.
Privilegio es tanto como decir en una palabra estas dos: lex privata, ley privada. Y como la del Antiguo Régimen era una sociedad funcional, a cada grupo se le aplicaba una ley concreta para que cumpliese su función. Por este motivo, en un mismo reino unos pagaban impuestos y otros no, unos prestaban servicio de armas y otros no, en unas zonas regían leyes que no se consideraban en otras, y hasta dentro de una misma ciudad los diferentes barrios podían organizarse con disposiciones legislativas distintas.
Lo que Carmen Calvo llama privilegios de la Iglesia Católica de España, responden en buena medida a los acuerdos históricos entre la Santa Sede y el Estado Español
En el libro que escribí sobre el Gremio de mercaderes de libros de San Gerónimo de Madrid, cuento el empeño y la lucha de los libreros por mantener su privilegio para vestir traje de seda, como representación del noble oficio que ejercían. Ya se ve que, hace, siglos, había privilegios —leyes privadas— para todos los gustos.
Lógicamente, todo privilegio a la vez que concedía unos derechos, exigía unas obligaciones. Y cuando se rompió ese equilibrio entre los derechos y las obligaciones, la palabra dejó de tener buena prensa y se pensó, si no sería mejor abolir los privilegios. Y en el intento abolicionista del privilegio llevamos más de dos siglos y medio sin conseguirlo del todo.
La prueba del fallido intento abolicionista del privilegio es la propia Carmen Calvo, que vive rodeada de privilegios a todas las horas del día. Carmen Calvo no va al trabajo en autobús ni en metro como hacemos todos los ciudadanos, porque a la puerta de su casa le esperan por lo menos un par de coches oficiales con sus conductores, uno para ella y otro para los escoltas, que por una ley privada concedida a Carmen Calvo se los pagamos los contribuyentes. Por otra ley privada, Carmen Calvo en el trayecto puede saltarse los semáforos en rojo, porque si va con prisa el coche de la escolta pone la sirena y todos le abren paso. ¡Y qué decir cuando entra en su Ministerio! Allí, de vez en cuando, Carmen Calvo se tiene que asomar a la ventana, para que no se le olvide como es la vida del común de los ciudadanos que no tienen privilegios. Durante la noche, la ilustre egabrense y vicepresidenta del Gobierno no duerme como cualquier español, porque a ella le vigilan el sueño a la puerta de su casa unos policías o guardias civiles, según se tercie. Y cuando llegue a la edad de la jubilación, Carmen Calvo tendrá el grandísimo privilegio de disfrutar de la pensión máxima, sea cual sea el tiempo en que haya sido ministra, como Bibiana Aído y Leire Pajín, cuando al resto de los españoles no se les perdona ni un día de cotización durante 35 años para disfrutar de una pensión, que ni siquiera suele ser de las máximas.
Pues bien, tan ahíta de privilegios debe estar Carmen Calvo que ha decidido acabar con ellos, aunque no con todos. Ella de lo que es partidaria es de abolir los privilegios ajenos y como los socialistas tienen querencia a perseguir a los católicos, Carmen Calvo ha dicho que va a quitar los privilegios económicos de la Iglesia Católica.
A los frailes y a las monjas les quitaron las tierras con las que se sostenían, les arrebataron los edificios de los conventos, se quedaron con todos los elementos de culto que tenían en sus iglesias...
Lo que Carmen Calvo llama privilegios de la Iglesia Católica de España, responden en buena medida a los acuerdos históricos entre la Santa Sede y el Estado Español, después de que los gobiernos del siglo XIX pusieran de patitas en la calle a más de 30.000 religiosos y a miles de monjas, para a continuación quedarse con todas sus posesiones. Pasado un tiempo, para no crear más conflictos de los que ya había, la Iglesia renunció a reclamar todo lo que se le había robado y a cambio el Estado estableció toda una serie de medidas para que la Iglesia no se ahogara económicamente.
Y cuanto digo todas sus posesiones son todas, porque a veces se piensa que las leyes desamortizadoras solo arrebataron a la Iglesia unas tierras de más que tenían los frailes y que además estaban mal explotadas, retrasando el progreso económico de la nación.
La verdad es distinta. A los frailes y a las monjas les quitaron las tierras con las que se sostenían, les arrebataron los edificios de los conventos, se quedaron con todos los elementos de culto que tenían en sus iglesias, algunos auténticas obras de arte, fundieron los elementos de oro y plata que los fieles habían donado durante siglos, arrancaron las joyas con la que los cristianos españoles habían enriquecido las imágenes sagradas para quedarse con ellas y hasta les robaron a los moradores de los conventos sus pertenencias personales.
Llegados a este punto, no me importa hacer pública una vivencia personal. No hace mucho, cierto día, tuve que abandonar la sala de investigadores del Archivo Histórico Nacional, porque se me saltaron las lágrimas y me escondí en los baños para llorar a escondidas. Estaba leyendo el inventario de un convento de monjas, donde figuraban todas las pertenecías que les incautaron. Tengo grabado aquel papel: “18 cubiertos, 17 cucharas, una mesa de pino en mal estado, 20 cobertores de cama, 2 colchones…” ¡No tenían colchones para dormir y hasta los dos que tenían para las enfermas se los quitaron!
Además de la parte de los expoliados, conozco también a los ladrones. Mi tesis doctoral consistió en hacer una biografía de uno de los líderes del partido progresista, Pascual Madoz (1805-1870), que montó parte de sus negocios en la zona de Madrid, que hoy ocupa la plaza de toros de las Ventas. Se llama así porque estaba situada en las afueras de capital de España, en un lugar conocido como Las Ventas del Espíritu Santo, que a su vez había tomado el nombre de La Quinta del Espíritu Santo, con el que era denominado en el siglo XIX.
No, no tenía razón don Marcelino Menéndez y Pelayo cuando dijo que la desamortización fue inmenso latrocinio… Se quedó muy corto fueron muchos latrocinios y muy inmensos
Pascual Madoz fue el fundador de La Peninsular, una sociedad de seguros contra quintas del siglo XIX. Cuando se podía redimir el servicio militar por dinero, las mamás pagaban sus cuotas a La Peninsular y si el niño llegaba con vida a la hora de ser llamado a filas, La Peninsular le redimía. La Peninsular invertía los dineros de las cuotas en el negocio inmobiliario, en fincas procedentes de los bienes desamortizados a la Iglesia. De manera que el negocio era doble: con la mortalidad infantil de entonces La Peninsular redimía a pocos y con lo barato que conseguía los solares… Pues bien en la Quinta del Espíritu Santo, La Peninsular adquirió una superficie equivalente a 84 campos de fútbol. Y así anunciaba el negocio en un folleto de 1863: “Nosotros haremos en las cercanías de Madrid casas bonitas de recreo con jardines caprichosos, con pequeñas huertas simétricas, habitaciones para la clase menos acomodada, casas con sus huertecitos en los que no faltarán, aún en los más pequeños, trescientos árboles frutales…”
Conviene recordar que el dueño de la Peninsular era Pascual Madoz, la misma persona que había sido ministro de Hacienda en 1855 y uno de los líderes del partido progresista, que ha pasado a la Historia por ser el autor de la ley de desamortización de 1855. No, no tenía razón don Marcelino Menéndez y Pelayo cuando dijo que la desamortización fue inmenso latrocinio… Se quedó muy corto, fueron muchos latrocinios y muy inmensos. Y ahora a alguien se le han puesto los ojos golositos y quiere repetir la desamortización, en versión corregida y aumentada.
Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá