Con motivo del segundo centenario del fallecimiento de Napoleón (5-V-1821) se han escrito no pocos artículos, recordando que el general corso es el precedente de unas cuantas actitudes de nuestro mundo. Y siendo todo eso cierto, he echado en falta que nadie haya dicho lo que a mi juicio es el precedente más importante y más actual de Napoleón Bonaparte, porque él es el origen de cuantos hoy —fuera, pero también desgraciadamente dentro de la Iglesia Católica— tienen una consideración de la religión meramente sociológica.
Tras su ascenso al poder, Napoleón se impuso la misión de pacificar Francia de los excesos revolucionarios. Y ese aquietamiento de la que era conocida como “la hija primogénita de la Iglesia”, exigía necesariamente la pacificación religiosa de Francia, que había sido destrozada con la publicación de la Constitución Civil del Clero en 1790.
Napoleón, aunque había sido bautizado en la Iglesia católica, era un agnóstico, por lo tanto la reconciliación con el papa Pío VII y la firma de un nuevo concordato en 1801, no fue tanto la consecuencia del reconocimiento y el respeto a la fe de los franceses, como una estrategia de puro pragmatismo político. Y por supuesto que él no lo ocultó, porque lo decía así de claro y con estas palabras: “Mi política es gobernar a los hombres como la mayor parte quiere serlo. Ahí está, creo, la manera de reconocer la soberanía del pueblo. Ha sido haciéndome católico como he ganado la guerra de la Vendée, haciéndome musulmán como me he asentado en Egipto, haciéndome ultramontano como he ganado los espíritus en Italia. Si gobernara un pueblo judío, restablecería el templo de Salomón”.
La reconciliación con el papa Pío VII y la firma de un nuevo concordato en 1801, no fue tanto la consecuencia del reconocimiento y el respeto a la fe de los franceses, como una estrategia de puro pragmatismo político
Cuando la religión católica pierde su sentido trascendente, y es tratada como una cuestión meramente sociológica, muta su finalidad, que es la salvación de las almas, por la de buscar una posición de influencia y de poder terrenales. Y en esta situación ya no interesa tanto la salvación de las almas como el mantenimiento de los colegios, las universidades, los hospitales, los periódicos, las editoriales de libros, las emisoras de radio y televisión, que dejan de ser medios de apostolado, para convertirse en instrumentos de poder. Por eso, estoy convencido de que si Napoleón viviera ahora, Fernando Giménez Barriocanal le pondría a dirigir un programa, aunque lo que que dudo es si se lo daría en la COPE o en Trece TV.
Como en 1800, Napoleón debía conquistar la paz interior de Francia y, descartado que el arreglo pasase por un entendimiento con quienes habían jurado la Constitución Civil del Clero, sus objetivos apuntaron hacia Roma. Así es que inmediatamente después de la victoria de Marengo (14-VI-1800) inició las negociaciones para la firma de un concordato. El concordato de 1801 venía a sustituir al suscrito en 1516 y, salvo pequeñas interferencias, estuvo vigente hasta la ley de Separación de Combes de 1905.
El 4 de mayo de 1804 se instauraba el Imperio en la persona de Napoleón. Bonaparte se apresuró y, sin esperar tan siquiera a que se pronunciase el Senado-consulto, manifestó sus deseos de que el papa estuviese presente en su coronación. De inmediato, comprendió Pío VII la imposibilidad de negarse. En contra de la tradición, el Emperador no sería coronado por el Romano Pontífice, sino que Napoleón se autocoronaría en presencia del papa y a continuación él mismo coronaría a Josefina Beauharnais (1761-1814) de rodillas, como inmortalizó el cuadro de Jacques-Louis David (1748-1825). David, un genial artista que siempre estuvo al servicio del poder de turno, por indicación de Napoleón pintó a su madre en un lugar destacado del cuadro, a pesar de que no quiso acudir a la coronación para no saludar a Josefina como emperatriz. Pero le hizo un servicio mayor a Napoleón en este cuadro de Le sacre: pintó una escena falsa, plasmó un escenario religioso al servicio del concepto sociológico de la religión, que es la antesala del ateismo.
La ceremonia quedó fijada para el 2 de diciembre en Notre Dame de París. Cuando la noche anterior a la ceremonia Pío VII supo que el matrimonio con Josefina solo era civil se negó a estar presente en la coronación. Ante la actitud del Romano Pontífice, el emperador, en la misma madrugada de la coronación, contrajo matrimonio canónico. Pero sin duda, el mayor éxito del viaje de Pío VII fue conseguir la sumisión a las decisiones de la Santa Sede de los seis obispos constitucionales que todavía permanecían irreductibles en Francia. No consiguió, sin embargo, los dos objetivos más importantes que se había propuesto, como eran la supresión de los Artículos Orgánicos y el restablecimiento de las órdenes religiosas. Pío VII había permanecido cuatro meses en París y regresó a Roma el 4 de abril de 1805.
En contra de la tradición, el Emperador no sería coronado por el Romano Pontífice, sino que Napoleón se autocoronaría en presencia del papa y a continuación él mismo coronaría a Josefina Beauharnais (1761-1814) de rodillas
Poco duró la calma. En 1806, con el pretexto de unificar los manuales de la enseñanza de la religión, Napoleón ordenó publicar el Catecismo Imperial. El propio Emperador intervino personalmente en la redacción del Catecismo Imperial, único y obligatorio en toda Francia, con el fin de inculcar a los niños el respeto a su autoridad, la sumisión a su poder, el acatamiento de los impuestos y sobre todo la fidelidad al reclutamiento, puntos todos ellos que se incluyeron en la redacción del cuarto mandamiento con una extensión abusiva. Un decreto de 19 de febrero de 1806 fue aún más lejos, al instaurar la fiesta de San Napoleón, santo hasta entonces desconocido, al que el Emperador le asignó la fecha del 15 de agosto, día de su nacimiento, para su celebración desplazando así la festividad de la Virgen de la Asunción, lo que era muy llamativo ya que con esa misma advocación la Virgen había sido nombrada patrona de Francia en 1637 por Luis XIII, y declarado ese día fiesta nacional.
La tensión estaba llegando a un punto máximo. Tras las batallas de Jena y Auerstadt (14-X-1806), Napoleón entraba en Berlín. Sometidos los aliados de Gran Bretaña, solo faltaba dominar las islas. Ante la imposibilidad de hacerlo por las armas, se propuso hundirla económicamente por lo que decretó el bloqueo continental —Decretos de Berlín (21-XI-1806) y Milán (17-XII-1807)— de modo que las manufacturas de las industrias inglesas no pudieran tocar puertos europeos. Acatado el bloqueo en los países sometidos o aliados, para que fuera realmente efectivo Napoleón tenía que imponerlo por la fuerza en los países neutrales, y ese era precisamente el status internacional de los Estados Pontificios.
De entrada, en noviembre de 1806 Napoleón manda a sus tropas ocupar Ancona y exige al papa que expulse de Roma a todos los ciudadanos de las naciones que están en guerra contra Francia, a lo que Pío VII se niega, así como a colaborar en el bloqueo contra Inglaterra. A principios de enero de 1808 invadieron el Lacio, la única provincia pontificia libre todavía. Un mes después, el 2 de febrero, las tropas francesas del general Miollis (1759-1828) entraron en Roma y desarmaron al ejército pontificio, que tenía órdenes expresas de Pío VII de no resistir. Ocupado el castillo de Sant'Angelo, un cuerpo de ejército rodeó el palacio del Quirinal, residencia del papa y se colocaron diez cañones apuntando hacia las habitaciones del Pontífice. A partir de entonces, Pío VII es de hecho un prisionero en su palacio y el gobierno de los Estados pontificios pasa a los franceses.
A partir de entonces los hechos se precipitaron. Un decreto de 10 de junio de 1809 declaró a Roma ciudad imperial libre y desposeyó a Pío VII de todo poder, a lo que el papa respondió con una bula (11-VI-1809) castigando con la excomunión a quienes se comportasen violentamente contra la Santa Sede. La orden de Napoleón de apresar al papa fue fulminante, así es que en la madrugada del 5 al 6 de julio el general Radet asedió el palacio del Quirinal, las tropas asaltaron sus muros y derrumbaron las puertas. Radet encontró al papa en su escritorio, sentado y vestido con roquete, y le ordenó que renunciase a su soberanía temporal. Ante su tajante negativa, media hora después fue hecho prisionero y en coche cerrado acompañado sólo por el cardenal Bartolomeo Pacca (1756-1844) fue conducido fuera de Roma. No se le dejó coger ni su hábito, ni su ropa interior y mucho menos dinero. Solo un pañuelo por todo equipaje.
Instauró la fiesta de San Napoleón, santo hasta entonces desconocido, al que se le asignó la fecha del 15 de agosto, día de su nacimiento, para su celebración desplazando así la festividad de la Virgen de la Asunción, que había sido nombrada patrona de Francia en 1637 por Luis XIII
Pío VII, además de la humillación y el sufrimiento moral, se encontraba enfermo. Padecía disentería y con el mal estado del camino se le desató una crisis de estangurria, que le obligaba a orinar con frecuencia. Radet (1762-1825) que se sentía orgulloso de tenerle "enjaulado" no consintió ni en aminorar la marcha, ni en multiplicar las paradas. Para agravar más la situación, el coche volcó en una curva y se rompió cerca de Poggibonsi; prosiguieron inmediatamente con otro vehículo requisado sobre la marcha hasta llegar a Florencia, de aquí a Grenoble, para bajar después por Aviñón, Arles y Niza hasta llegar a Savona. El viaje había durado cuarenta y dos días, casi ininterrumpidos, hasta llegar a esa última ciudad, donde permaneció tres años.
El 9 de junio de 1812 se ordena el traslado de Pío VII de Savona a Fontainebleau. En esta ocasión, el comandante Lagorse le obliga a vestir de negro, teñir sus zapatos blancos y viajar de noche para que nadie le reconozca. Su enfermedad se agrava durante el camino y en Mont-Cenis se teme por su vida y solicita que se le administre el viático. Lagorse, que tiene que cumplir órdenes estrictas, ordena reemprender el viaje e instala una cama en el coche que le prestan en el hospicio de Mont-Cenis. Por fin, llegan a Fontainebleau el 19 de junio, donde semanas después Pío VII consigue recuperar las fuerzas. Fue allí donde tuvo lugar el encuentro personal con Napoleón a lo largo de varios días, desde el 19 al 25 de enero de 1813. A solas con él y por medios desconocidos —algunos han apuntado incluso la utilización de la violencia física— consiguió su firma en un documento en el que además de renunciar a los Estados Pontificios a cambio de una renta de dos millones de francos, cedía ante la fórmula propuesta sobre las investiduras. La posterior retractación del papa consiguió que Napoleón no lo pudiera sancionar como Ley Imperial. La marcha de la guerra acabó por facilitar la liberación de Pío VII. Cercada Francia por los aliados, un decreto imperial autorizaba a Pío VII la vuelta a Roma, a donde regresó el 24 de mayo de 1814.
La derrota de Waterloo (15-VI-1815) supuso para Napoleón y su familia un comprensible repudio en todas las Cortes de Europa, por lo que contrasta todavía más la actitud que mantuvo Pío VII hacia su antiguo carcelero, al que a pesar de lo sucedido siempre le reconoció que hubiera hecho posible la firma del Concordato de 1801. Napoleón fue confinado en Santa Elena hasta su muerte en 1821; cuando el papa tuvo noticias de que reclamaba un sacerdote católico, Pío VII intervino para que le acompañara en su confinamiento el abate Vignoli, que como el desterrado también había nacido en Córcega. Tras la caída del Emperador, Pío VII también protegió en Roma a la madre de Napoléon, María Letizia Ramolino, por lo que pudo instalarse en el palacio de Piazza Venecia, donde moriría en 1836. Además, el Romano Pontífice acogió en Roma al tío de Napoleón, el cardenal Joseph Fesch (1763-1839) y a sus hermanos Luciano y Luis. Éste último había sido rey de Holanda y vivió en Roma con su hijo Luis Napoleón (1808-1873), que acabaría convirtiéndose en 1852 en emperador de Francia con el nombre de Napoleón III.
Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá