Como prometí el domingo anterior, este voy a contar cómo se incautaron del tiempo los revolucionarios franceses, implantando un nuevo calendario que sustituyó al gregoriano. Cierto que el nuevo calendario se aprobó el 5 de octubre de 1793, pero eso fue el final de un proceso que había empezado mucho antes.
El historiador Carlos Corona, que fue catedrático de Historia de la Universidad de Zaragoza, escribió que no existe la revolución espontánea, porque todas tienen plan, elaboración y objeto. Vimos el domingo anterior que la implantación del calendario revolucionario tenía como finalidad contribuir a la descristianización de Francia, así es que visto el objeto, nos queda describir el plan y la elaboración del calendario revolucionario.
Citamos hace siete días ese gran libro titulado Cristianismo y Revolución, imprescindible para entender estos acontecimientos. Su autor, Jean de Viguerie, afirma que Francia antes de hacer su Revolución la escribió en los Cahiers de doléances (Cuadernos de quejas), que cada circunscripción electoral preparó con las peticiones y quejas, que los representantes elegidos debían presentar al rey en los Estados Generales. Pues bien, en esos Cuadernos de quejas se encuentra escrito el guion de muchas de las actuaciones revolucionarias que posteriormente se llevaron a cabo. Y esto explica que desde los primeros días de la Revolución Francesa comenzara la incautación del tiempo, porque así estaba programado.
En las monedas de 2 sols que circularon el año de la aprobación de la primera Constitución, en una cara aparece la figura de Luis XVI, pero no como Rey de Francia por la gracia de Dios, sino como Rey de los Franceses
Los revolucionarios consideraron que la Toma de la Bastilla (14-VII-1789) marcaba el inicio de unos nuevos tiempos a los que llamaron la Era de la Libertad, en la que los franceses como por arte de magia de una Constitución que todavía no habían redactado, pero que estaba en su programa hacerlo, habían dejado de ser súbditos de un monarca absoluto para convertirse en ciudadanos libres. Por eso antes de que se aprobara incluso dicha Constitución en el mes de septiembre de 1791, dos años antes por un decreto de 12 octubre de 1789, el monarca francés se denominó oficialmente así: Luis XVI por la gracia de Dios y por la ley constitucional del Estado, Rey de los Franceses.
Por lo tanto, a partir del verano de 1789 ya se pueden encontrar documentos fechados como año I de la Libertad. Pronto surgió la contradicción de este modo de fechar los acontecimientos con el del resto de Europa, por lo que se usó la doble fórmula, de manera que el primer aniversario de la Toma de la Bastilla apareció en algún periódico fechado así: 14 de julio de 1790. Año II de la Era de la Libertad. Y como medio de propaganda de los nuevos usos revolucionarios se aprovechó la acuñación de monedas; y así en las monedas de 2 sols que circularon el año de la aprobación de la primera Constitución, en una cara aparece la figura de Luis XVI, pero no como Rey de Francia por la gracia de Dios, sino como Rey de los Franceses; se fecha esa moneda en el año 1791en dicha cara, pero en la otra cara de la moneda se puede leer: Año 3 del Libertad.
Pie de foto: Moneda de 2 sols de 1791. Año 3 de la Libertad
Pero a la Era de la Libertad siguió la Era de la Igualdad, alumbrada por un nuevo hecho sangriento como fue el asalto al Palacio de las Tullerías, el 10 de agosto de 1792, en el que fue masacrada la guardia suiza y la servidumbre de palacio, pues de los 800 guardias solo consiguieron sobrevivir 150. Esta acción, junto a toda una serie de disposiciones que se cerraron con el establecimiento del matrimonio civil y la ley del divorcio, marcan el comienzo de lo que se conoce como la “segunda revolución”, fechada como la Era de la igualdad. Por lo que para fechar los documentos y los periódicos se utilizó una triple forma: la del calendario gregoriano, la de la Era de la Libertad y la de la Era de la Igualdad.
Pie de foto: periódico Le Moniteur Universel del martes, 21 de agosto de 1792, donde se puede ver la triple forma de fechar
Ante todo esto este caos, la Convención decidió unificar el calendario que acabara con la que denominaron “Era vulgar”, y se lo encargó al Comité de Instrucción Pública, para lo que formó una comisión. Los trabajos de esta comisión culminaron en la aprobación del nuevo calendario el 5 de octubre de 1793.
Abolida la manera de contar los siglos por el antes y después de Cristo, decidieron que la nueva Era comenzara con la proclamación de la República, de manera que el 22 de septiembre de 1792 se comenzaron a contar los nuevos tiempos: esa fecha pasaba a ser el día primero del año I.
En los años bisiestos a los cinco días complementarios se añadió uno más denominado “Día de la Revolución”, en el que, como copia de las Olimpiadas de la Antigüedad, se estableció que se celebrasen juegos en honor de la Revolución
El año quedaba dividido en 12 meses, todos de 30 días cada uno. Y para completar hasta los 365, se fijaron los cinco días complementarios, que se añadían al acabar el mes de Fructidor; estos cinco días eran fiestas nacionales y recibían los siguientes nombres: Fiesta de la Virtud, Fiesta del Talento, Fiesta del Trabajo, Fiesta de la Opinión y Fiesta de las Recompensas. En los años bisiestos a los cinco días complementarios se añadió uno más denominado “Día de la Revolución”, en el que, como copia de las Olimpiadas de la Antigüedad, se estableció que se celebrasen juegos en honor de la Revolución.
Los meses se agruparon de tres en tres en las cuatro estaciones, adoptando nuevos nombres. En otoño: Vendimiario, Brumario y Frimario; en invierno: Nivoso, Pluvioso y Ventoso; en primavera: Germinal, Floreal y Prairal; y en verano: Mesidor, Thermidor y Fructidor. La mayoría de estos nombres procedían del latín y del griego -Germinal, del latín germen, semilla; Termidor, del griego thermos, calor- y se procuró que los tres de cada estación rimaran, para facilitar su memorización.
Se imprimió un calendario oficial, ilustrado con unas mademoiselles en cada una de los meses, vestidas con atuendos vaporosos que marcaban su cuerpo e iban descubriéndolo según se pasaba del frío al calor: con manga larga en Nivoso, sin mangas en Floreal y a pecho descubierto en Mesidor. Todo un alarde imaginativo el de esos ilustradores que siempre acaban enseñando lo mismo que los calendarios que tenía colgados “El Rafa” en su taller de ferretería de mi barrio de Vallecas, que nosotros, rudos proletarios sin ilustración, en lugar de calificarlos de eróticos, los llamábamos guarrerías.
Pie de foto: Hojas del calendario correspondientes a los meses de Nivoso y Floreal
Los meses dejaron de estar compuestos de cuatro semanas y pasaron a estar formados por tres décadas. De cada década, los nueve primeros días eran laborables y el décimo, denominado “decadi”, pasó a ser el día de descanso. De este modo los revolucionarios hicieron desaparecer el domingo como día descanso y sobre todo como jornada religiosa. Y su sectarismo antirreligioso no lo ocultaron:
-¿Para qué sirve vuestro calendario?, le preguntó el obispo constitucional Henri Gregoire (1750-1831) a Charles-Gilbert Romme (1750-1795), uno de los ponentes.
-Sirve para suprimir el domingo, contestó Romme.
Con la propuesta de Fabre d’Eglantine, el día de Todos los Santos se convirtió en el día de la escorzonera, la Epifanía en el del bacalao, la Candelaria en el del nogal y la Navidad en el día del perro
Por su parte, Fabre d’Eglantine, otro de los ponentes del que hablamos en el artículo del domingo pasado, tras calificar al calendario gregoriano como “un repertorio de mentiras, hipocresía y charlatanería”, sostuvo que el calendario antiguo era el origen de los peores males: “El ancestral empleo del calendario gregoriano ha colmado la memoria del pueblo de un número considerable de imágenes que ha venerado durante largo tiempo y que son aún hoy la fuente de sus errores religiosos”.
Fabre d’Eglantine propuso sustituir el nombre del santo de cada día por el de plantas, frutos y minerales, excepto los acabados en cinco que estaban reservados para animales y las decadi, es decir, los acabados en cero, para nombres de herramientas y utensilios de las faenas agrícolas. De ese modo, el día de Todos los Santos se convirtió en el día de la escorzonera, la Epifanía en el del bacalao, la Candelaria en el del nogal y la Navidad en el día del perro.
Pie de foto: Los días de los meses Vendimiario y Nivoso
Tan sectario resultaba el cambio del calendario que hubo serias protestas de algunos de los diputados de la Convención, alguno tan relevante como Jean-Denis Lanjuinais (1753-1827), que manifestó su desacuerdo en estos términos: “¿Por qué la fiesta más solemne del calendario gregoriano, como es la Navidad, en el calendario de Romme y de Fabre d’Egantine es ahora el día del perro? Por lo tanto, yo propongo que este calendario de los asesinos de Francia no sea aprobado constitucionalmente, como el calendario del pueblo francés”. Y gracias a que pudo escapar y esconderse durante un tiempo, Jean-Denis Lanjuinais se libró de ser asesinado en la guillotina.
En la práctica, el cambio de calendario quedó reducido a las organismos administrativos de París, porque el pueblo francés no lo aceptó y siguió celebrando el santo de cada día
Pero a pesar de las protestas, el cambio de calendario se aprobó. Otra cosa fue el uso que se hizo de él, ya que en la práctica quedó reducido a las organismos administrativos de París, porque el pueblo francés no lo aceptó y siguió celebrando el santo de cada día. Napoleón abolió su uso el 1 de enero de 1806.
La pérdida del sentido religioso nada menos que de la Navidad me ha inspirado la escritura de los artículos de los dos últimos domingos, para explicar cuál fue el origen de la pérdida del sentido cristiano del tiempo de nuestro mundo contemporáneo, reflejado en el esperpéntico calendario revolucionario francés. Y sin duda la causa más grave de la cultura occidental ha sido caer en la trampa de pensar que no hay más soluciones culturales para nuestras vidas que las soluciones anticristianas. Este es el motivo por el cual los católicos o las instituciones católicas, medios de comunicación, universidades etc., que caen atrapados en esta trampa no dan una sola batalla cultural para instaurar una civilización cristiana y toda su acción se limita a hacerse perdonar por los poderes del mundo.
Pues no, no y no. Hay un concepto cristiano del tiempo, que se puede expresar de mil maneras. Yo he descubierto una que me parece magistral, porque nunca había visto una fórmula más concreta y gráfica como la que leí en una carta de Sor Patrocinio. Lo he contado en la reciente biografía que he publicado de esta monja, santa y sabia, y precisamente esa fórmula me ha servido para dar título al capítulo IV de esta biografía.
Se lo resumo. Cuando en 1868 los sectarios de la revolución de septiembre obligaron a Sor Patrocinio a exiliarse en Francia, expulsaron además a todas sus monjas de los conventos y las pusieron en la calle sin medios para subsistir. Sor Patrocinio en una carta a una de sus monjas le dio instrucciones de lo que había que hacer para sobrevivir: a unas cuantas que se fueran a casa con sus padres, a otras que ya no tenían familia donde ir les indicó el nombre de familias amigas para que se pusieran a servir como internas, a otro grupo que se fueran a Francia con ella…
Pero como remate de sus recomendaciones, les decía que lo principal es que no olvidaran lo siguiente: “Que esto pasa y la eternidad sin fin se acerca”. Y reconozco que cuando yo leí esto por primera vez y dado el contexto en el que fue escrito, pensé que se refería solo a “lo malo”. Pero lo cierto es que eso solo es una parte, porque hasta “lo bueno” también es caduco, si solo se actúa de tejas para abajo. Solo nuestras vidas y nuestros actos tienen sentido en la transcendencia, por lo que no hay nada tan esperanzador por verdadero como la frase de Sor Patrocinio: “Que esto pasa y la eternidad sin fin se acerca”.
Y a propósito del tiempo y del calendario, ya que mañana estrenamos año y no lo podemos hacer mejor que celebrando la fiesta Santa María, Madre de Dios, les deseo muchas felicidades y que no nos falten la protección y el cuidado maternal de la Virgen María, que es Madre de Dios y también es Madre nuestra.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá