Dicen que la mejor manera de ocultar a un elefante determinado en una gran avenida es llenarla toda ella de elefantes. Quizás esta sea la explicación del éxito de la moda de Halloween, que el día de Todos los Santos ha llenado las calles y los lugares de ocio de falsos y grotescos muertos. Y de todo ello resulta que entre tanta polvareda, se nos pierde don Beltrán. De siempre han sido muy groseros los paganos en sus costumbres de ocio. Pero debajo de su zafiedad se esconde la intención y el sentido de sus actos, que en este caso no es otro que ocultar la muerte, para no tener que hacernos preguntas incómodas durante la vida, como la de ¿qué me va pasar después de que me muera?
No hay mayor corrupción que ocultarle al hombre su destino definitivo. No, la verdadera corrupción no consiste en meter la mano en la caja, eso solo es una consecuencia de creerse que toda nuestra vida se resuelve de tejas para abajo, porque cuando uno se enfanga en el neopaganismo actual, mete la mano donde no se debe. Por esta razón es muy recomendable de vez en cuando meditar las verdades definitivas de acuerdo a la doctrina de la Iglesia. Cuando se tiene fe, no hay ninguna razón para tener miedo a la muerte, y sí que hay muchas razones para reflexionar sobre ella.
Muy al contrario que los paganos, los cristianos no recurrimos a la maniobra del avestruz, porque no tenemos ninguna razón para temer a la muerte, pero muchas para considerarla, con el fin de aprovechar esta vida, que nos ha concedido Nuestro Creador. Por eso parece muy apropiado que en este mes de noviembre, en el que nuestra madre la Iglesia nos invita a rezar por los fieles difuntos, hagamos alguna reflexión acerca del papel que la muerte juega en nuestra civilización actual.
La lección que le dio Felipe II (1556-1598) a su hijo en el lecho de muerte resulta muy provechosa para todos. Felipe III (1598-1621) era el cuarto hijo de la cuarta consorte de Felipe II, doña Ana de Austria (1459-1580), pues anteriormente Felipe II había enviudado de María Manuela de Portugal (1527-1545) sin tener hijos, de María I de Inglaterra (1516-1558) con la que tampoco los tuvo y de Isabel de Valois, con la que engendró dos hijas.
De su aspecto físico y su carácter, Ríos Mazcarelle cita el siguiente retrato: “Es delgado y débil, de complexión delicada. Podía ser más fuerte y robusto, si se alimentase con más moderación. Es tan sumiso a su padre que nunca le desobedece, no hace nada sin su permiso. El rey le lleva a todas partes que va, pero nunca le informa de los asuntos de Estado. En todas sus acciones da muestras de una extrema gravedad”.
Y en efecto, Felipe III siempre estuvo a la sombra de su padre hasta el último momento, en que le transmitió su postrera enseñanza. Había enfermado tan gravemente Felipe II, que en la noche del 1 de septiembre de 1598, el arzobispo de Toledo, García de Loaysa y Girón (1534-1599), le administró los últimos sacramentos en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. En ese acto, además del príncipe heredero, estuvieron presentes altos personajes del clero y de la nobleza. Y cuenta fray Antonio Cervera de la Torre, que acabado este acto y salidos todos, se quedó Su Majestad a solas con su hijo el Príncipe, Rey y Señor nuestro y le dixo, como él mismo ha referido: ‘He querido que os halléis presente a este acto, para que veáis en qué para todo’.
Desde que conocí este hecho histórico en el que queda patente el concepto cristiano de la vida de Felipe II, el Rey Prudente, y el hombre más poderoso del planeta en ese momento, me ha parecido infantiloide el afán que ponemos en la cosas de esta tierra, porque a diferencia de los dominios de Felipe II, en los que no se ponía el sol; los nuestros -o al menos los míos- caben todos en el cerco formado por el foco de una linterna de mano, y todavía me sobra sitio.
La formación de una cabeza católica -algo bien diferente a una cabeza clerical-, que sabe ver las cosas de esta tierra con sentido trascendente, no se puede improvisar en un momento, ni aunque ese momento sea el de la muerte. Ciertamente que el rey Felipe II tendría como humano una colección de defectos, pero tan cierto como esto es que, según transmite fray Antonio Cervera de la Torre, Felipe II siempre llevaba consigo una caja en la que guardaba su propia disciplina junto con un crucifijo. Y así desde luego que se explican muchas cosas y sus contrarias. Y mejor no seguir haciendo derivadas, que uno es de letras y podemos acabar enredándonos con quien no nos guste y mucho nos perjudique, porque cualquier parecido de la religiosidad de Felipe II con los gobernantes actuales es inimaginable.
Corremos el peligro de perder el sentido o el fin de la vida, por no reflexionar sobre la muerte, de modo que vivamos como si todo nuestro objetivo en esta tierra fuera tener un carguito o un cargazo, que para el caso da lo mismo. Con lo claro que se expresaba el catecismo que servidor tuvo que aprender para hacer la Primera Comunión. Era la pregunta número 49 del catecismo de segundo grado, texto nacional -con perdón, por lo de nacional, pero así era-, que en la portada se veía un dibujo de Jesucristo, predicando desde una barca. Esta era la pregunta y su respuesta:
-“¿Para qué ha creado Dios a los hombres?
-Dios ha creado a los hombres para que le amemos y obedezcamos en la tierra y seamos felices con Él en el Cielo”.
El problema surge cuando en la cultura contemporánea se cuela la concepción del hombre como un ser autónomo, que prescinde de Dios, principio que la Revolución Francesa elevó a su más alto grado y del que todo se hace derivar. Los revolucionarios, copiando a Fouché (1759-1820) y sumergidos en un vago panteísmo, para no negar radicalmente la inmortalidad del alma, definieron la muerte como un sueño eterno. Así las cosas, el cementerio pasó a denominarse “el campo del sueño”. Y cuando Danton (1759-1794) sube a la guillotina, se vuelve a sus compañeros y trata de levantarles el ánimo con esta frase: “Vamos a dormir”. Por su parte, esto es lo que decía en un discurso el diputado Poultier en junio de 1794: “En su lecho de muerte, rodeado de toda clase de objetos aterradores, el hombre de los curas sufre los tormentos reservados a los criminales; sus males se duplican a causa de lúgubres ceremonias, a causa del fúnebre sonido de las campanas, a causa de los rostros descarnados y de los ornamentos aterradores. Pero el hombre de la Naturaleza termina como ha vivido; su último pensamiento es el recuerdo del bien que ha hecho; su último suspiro, por la prosperidad de la patria; no muere, duerme”. Y concluye el historiador francés Jean de Viguerie, de quien he tomado prestada esta cita: “En resumen, que después de haber negado a Dios, no queda más que negar la muerte”.
Y después de más de doscientos años, no hemos puesto en su sitio la gran majadería de Poultier, sino que le hemos seguido la cuerda y asistimos con más frecuencia de lo que se piensa a esa ceremonia ridícula del entierro de la muerte, que a veces provoca situaciones esperpénticas. Me pueden creer porque no me lo invento; sucedió de verdad en un velatorio:
-¿Cuántos años tenía tu padre?, -le preguntó un amigo a uno de los hijos del difunto.
-Ochenta y dos. -Y le dejó descolocado con la réplica…
-Pues era muy joven tu padre…
Cuando se dice que con 82 años uno se muere joven, en el fondo lo que se quiere ocultar es la muerte a los que todavía están vivos, transmitiendo una falsa esperanza de que moriremos tan tarde, tan tarde..., que no merece la pena pensar en la muerte. De hecho, las salas de muchos tanatorios actuales están construidas para ocultar expresamente a los muertos con un laberinto de tabiques, de manera que uno puede ir a un velatorio y cumplir sus compromisos sociales sin ver al cadáver, porque con un par de obstáculos que tapan las vistas, o te empeñas en ver al difunto, o sin querer no lo ves, por más que te pases allí toda la tarde.
¿Y qué decir de esa actitud tan “piadosa” de muchas familias que, cuando el médico les dice que uno de los suyos tiene una enfermedad incurable, se confabulan todos para que el enfermo no se entere de que se va a morir…? Y lo peor es que lo consiguen, de manera que hacen verídico lo que dicen que le sucedió a un enfermo en un hospital, al que una sorprendente claridad le abrió los ojos y exclamo:
-¡Cómo le extraño, doctor! ¡Cuánto le ha crecido la barba desde ayer! -Y al punto, la respuesta:
-Claro…, porque no soy tu médico ¡Soy San Pedro!
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá