Lo de la superioridad moral y cultural de la izquierda es una gran mentira que oculta una vergonzosa verdad. Cuando decimos de algo que es superior, primer término de la comparación, es porque lo referimos a un segundo término que consideramos de menor cuantía. En este sentido, la izquierda no consigue el reconocimiento de su superioridad moral y cultural porque sus logros tengan dimensiones gigantescas, sino porque lo que tiene enfrente en España, el segundo término de la comparación, es de un tamaño insignificante.
Esta achicadura de las posiciones que tendrían que oponerse a las propuestas de la izquierda, que hasta reniegan de su nombre y les da vergüenza denominarse derecha, comenzó la aceleración de su encogimiento en España hace sesenta años.
En mi juventud detecté y padecí las primeras manifestaciones de este precipitado descenso moral y cultural. Permítanme que les describa una de ellas por su significación. La profesora de Filosofía que tuve en mi Facultad de la Universidad Autónoma de Madrid, en el primer año de carrera, no nos explicó “Fundamentos de Filosofía” sino que nos machacó las meninges con la palabra “soteriología” durante medio curso, de los que había entonces de nueve meses.
La izquierda no consigue el reconocimiento de su superioridad moral y cultural porque sus logros tengan dimensiones gigantescas, sino porque lo que tiene enfrente en España, el segundo término de la comparación, es de un tamaño insignificante
Y digo que nos machacó las meninges sin misericordia, porque parafraseando lo de “monotonía de lluvia tras los cristales” de Antonio Machado, lo de aquel curso fue “monotonía de guarrerías tras la soteriología”, porque nos explicó durante meses las mitologías de las religiones más primitivas, exponiendo con deleite los detalles de todos aquellos ritos “soteriológicos” relacionados con el sexo.
Y digo monotonía y aburrimiento porque el tema del sexo no da mucho de sí, ya que esta materia ni siquiera tiene los tres capítulos de sota, caballo y rey, solo tiene sota…, pero mucha sota y mucho “soto”, para que no se me enfaden los defensores de lo inclusivo y la inclusiva.
Pero volvamos a las aulas de 1969. Se adivinará que aquellas clases no tenían otra intención que desacreditar el mensaje espiritual de salvación que Cristo nos predicó y en el que creemos y esperamos los católicos. Lo progre era renunciar al Cielo y a la visión sin fin de Dios, y sustituirlo por una “soteriología” para el desahogo de las bajas pasiones y cuanto más rastreras mejor.
El tema del sexo no da mucho de sí, ya que esta materia ni siquiera tiene los tres capítulos de sota, caballo y rey, solo tiene sota…, pero mucha sota y mucho “soto”, para que no se me enfaden los defensores de lo inclusivo y la inclusiva
Eran los años sesenta, los del llamado amor libre, todo un eufemismo para no referirse al sexo a discreción que genera adictos al vicio y los esclaviza, en lugar de personas libres. Y frente a esa basura moral, no faltaron los eclesiásticos, que no solo renunciaron a predicar la doctrina moral de esta materia, sino que se dedicaron a denigrar las enseñanzas del sexto y noveno mandamiento, que la Iglesia había impartido desde siempre.
De este modo, se perdió una buena parte de mi generación, desprovista de defensas morales, que acabó siendo atrapada por las ideologías hedonistas de todo tipo, sembradas a voleo por los que se autoproclamaron paladines de una libertad, rebosante de bastardía en la misma proporción que la moral que predicaban. Y hasta la radio de la Conferencia Episcopal Española se subió a este carro no hace mucho, emitiendo todas las semanas durante meses un programa de fontanería sexual, dirigido por la Lili Marleen de la COPE.
Se había puesto de moda una libertad ilimitada, que acaba por diluir a la persona, ya que son los límites quienes confieren la identidad propia de los seres. En última instancia son los límites los que establecen que un pañuelo sea un pañuelo y no una sábana.
La proclamación de una pretendida libertad ilimitada exigía la demolición de toda norma. Se establecía el prohibido prohibir, y ante esta propuesta los católicos aquejados de complejo de inferioridad primero dejaron de hablar de los Diez Mandamientos, a continuación del pecado y por último de Jesucristo, porque sin pecado no era necesaria la Redención, y en consecuencia tampoco tenía sentido hablar de la Encarnación. Y en reconocimiento a los servicios prestados a la cultura occidental por la Segunda Persona de la Santísima Trinidad durante dos mil años, rebajaron blasfemamente a Jesucristo a la categoría de Super Star.
Y en reconocimiento a los servicios prestados a la cultura occidental por la Segunda Persona de la Santísima Trinidad durante dos mil años, rebajaron blasfemamente a Jesucristo a la categoría de Super Star
Paralela a la degradación de la moral, como no podía ser de otro modo, discurría la degeneración de la cultura. Yo fui testigo en mis primeros años de Universidad de mutaciones que, sin restarles gravedad a sus consecuencias, eran cómicas en algunos casos. Insignes catedráticos a los que todavía se les notaba en sus camisas las marcas del roce de los correajes del régimen, para borrar su pasado inundaron sus departamentos de “PNN” (profesores no numerarios) marxistas, los cuales acabaron moviéndoles la cátedra y dándoles una colleja en su intelectual y calvo cocorote.
¿Y qué no podríamos decir de las sorprendentes mutaciones producidas en la política, en los negocios, en las universidades, en el mundo del arte, en el mundillo del cine y de los espectáculos, en la literatura, o en los medios de comunicación? El análisis de los cambios de chaqueta en cada uno de estos sectores me exigiría varios años de dedicación a ración de artículo diario, pero no le demos pistas al director de Hispanidad, que es muy suyo, y yo ya tengo lo mío con la porción semanal de los domingos.
En definitiva, todo concurría a derribar el cristianismo, que además de nuestra religión es el principal soporte de nuestra cultura y de nuestra civilización. Por lo tanto, era lógico esperar que de un momento a otro despertaran los católicos para defender su credo. Sin embargo, frente a toda esta ofensiva antimoral y anticultural, en un primer momento, quienes tenían que tomar decisiones optaron por la inactividad y no presentaron batalla.
Pero poco después cambiaron la estrategia y se produjo la peor de las reacciones, porque si todo lo descrito hasta aquí era consecuencia de los malos virus procedentes del exterior, los responsables del interior comenzaron a fabricar un virus todavía peor, en una reacción bastarda, por calificarla suavemente.
Para esta batalla religiosa y cultural reclutaron un peculiar ejército de católicos oficiales, cuyos reclutas debían tener una doble característica: primero, los soldados tenían que ser de tercera y a lo sumo de segunda. Y además de mediocres, tenían que dejarse moldear, ser comprables… Tenían que ser mercenarios y deberse a la soldada. Nada de radicalismos que tienen a la economía en una consideración secundaria, supeditada a los principios, porque el objetivo al que todo se subordina es el de no molestar, y en consecuencia los calificados como radicales, quedan excluidos de esta caja de reclutas.
De este modo se consiguen dos objetivos. Primero, se tranquilizan las conciencias con el placebo de que ya se está haciendo algo. Y lo segundo y más importante, con el alistamiento de esa tropa de católicos oficiales, mediocres y mercenarios, se impide que afloren los católicos coherentes que defiendan en la vida pública la Doctrina Social de la Iglesia.
Naturalmente que en esta generalizada deserción moral y cultural, no todos tienen la misma responsabilidad, ya que la mayoría se limita a seguir el rumbo que les marcan sus dirigentes, a saber: los responsables de la enseñanza, los rectores de las universidades, los consejos de administración de las empresas, los directores de la fundaciones, los dueños de los medios de comunicación, los creadores de la cultura, los promotores del ocio y de la diversión… Y para que nadie se siente excluido citaré también y sobre todo a quienes teniendo la responsabilidad de cuidar el rebaño de los católicos españoles, se comportan como perros mudos y pastores asalariados.
Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá