A don Antonio Cañizares le han tenido que cantar un “Trágala” muy, pero que muy convincente, para que haya tenido que reaccionar igualito que Fernando VII, el cual, cuando a través de las ventanas del Palacio Real de Madrid escuchó los acordes del Trágala cantado por los liberales partidarios de la revolución de Riego, abolió el absolutismo con esta sentencia lapidaria: “Caminemos todos juntos, y yo el primero, por la senda constitucional”.
El cardenal Cañizares no debería perder el tiempo con loas a la Constitución
El arzobispo de Valencia y cardenal, don Antonio Cañizares, ha prestigiado al Ateneo Mercantil de Valencia con su presencia, porque no creo que esa institución levantina se lo haya devuelto a la recíproca a un hombre de la Iglesia Católica, al que no le hace falta ni un gramo de prestigio ya que, entre otras distinciones, ha ocupado el altísimo cargo de Prefecto de la Sagrada Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. Honrosos títulos eclesiásticos, no obstante, que son bien poca cosa comparados con el respeto y el cariño de tantos católicos, entre los que me incluyo. Y por la admiración y el cariño que le profeso, formo parte de cuantos se han visto sorprendidos, y hasta decepcionados, por lo que ha dicho Don Antonio Cañizares en la clausura del ciclo sobre el 40 Aniversario de la Carta Magna en el Ateneo Mercantil de Valencia.
Don Antonio, como se dice ahora, se ha venido arribísima y, entre tanta emoción y entusiasmo, no es que se le haya ido el santo al Cielo, es que ha sido él mismo quien ha impulsado hasta el firmamento la Constitución española, porque solo los santos y las cosas de Dios, por virtud propia y atracción divina, son capaces de impulsarse hacia arriba, mientras las cosas de este mundo transitan a ras de suelo y solo suben hacia arriba si alguien las empuja en esa dirección.
Y la actual Constitución todavía transita; es decir, a día de hoy lame el suelo y hasta el fango cuando lo encuentra a su paso, porque otras muchas ya han fenecido y crían malvas. Que en España, Constituciones y Códigos políticos fundamentales ya hemos tenido unas cuantos en los últimos doscientos años. A saber: la Constitución de Bayona de 1808, la Constitución liberal de Cádiz de 1812, el Estatuto Real de 1834, la Constitución de 1837, la Constitución de la Monarquía de 1845, la Constitución no promulgada de 1856, la Constitución de 1869, el Proyecto de Constitución Federal de la República Española de 1873, la Constitución de la Monarquía de 1876, la Constitución de la República española de 1931, las siete leyes fundamentales del franquismo y la Constitución de 1978… Sic transit gloria mundi y, como de Valencia hablamos, a seguir el sabio y santo consejo del insigne valenciano, San Francisco de Borja (1510-1572), Duque de Gandía: “No más servir a señor que se me pueda morir”.
Ya sé yo que todas las comparaciones son odiosas, pero resulta muy comprensible que más de uno, ante los elogios dirigidos a la Constitución por Don Antonio Cañizares, haya traído a la memoria otro parecer bien distinto, el de Don Marcelo González Martín, que también fue cardenal y arzobispo de Toledo, como don Antonio Cañizares. Su juicio crítico contra la Constitución fue publicado el 28 de noviembre de 1978, con motivo de la celebración del referéndum de la Constitución. Y ante tan dispares y encontrados pareceres, uno no puede menos que recordar aquello de orden y contraorden… desorden.
El cisma eclesial no está a punto de llegar, ya está aquí
Pero la palabra desorden me parece muy liviana para describir lo que está sucediendo en nuestra patria, porque España doctrinalmente está ardiendo por los cuatro costados; por lo que, más que venir a atizar el fuego con el fuelle de la Constitución, lo que necesitamos es el agua clara de la doctrina de Jesucristo que apague las llamas de este infernal incendio... que está causando la descristianización de España.
Y siento en el alma tener que escribir estas líneas, porque don Antonio Cañizares es de los pocos prelados en los que podíamos confiar, razón fundamental por la que se le profesa el respeto y el cariño a los que antes me refería. Y en consecuencia, al leer lo que ha dicho de la Constitución en Valencia, es lógico que la preocupación se haya adueñado de muchos de nosotros, cuando además todo esto sucede con la que está cayendo.
Porque vamos a hablar claro y a abrir los ojos a la realidad; no es que en los próximos años vaya a sobrevenir un cisma en la Iglesia Católica, es que ya se ha instalado en muchos sectores de la Iglesia y hasta en algunas de sus más altas cumbres. Lo único que falta es oficializar la ruptura.
Resulta llamativo y muy preocupante que quienes atacan últimamente con saña diabólica el núcleo de la doctrina no son los llamados obispos y cardenales progresistas, entre otras cosas porque hace un tiempo fueron apartados de donde podían hacer daño y destinados a funciones diplomáticas. No, no son estos los pirómanos de este pavoroso incendio doctrinal, sino los que en el pontificado de San Juan Pablo II fueron buenos obispos, seguros doctrinalmente, pero que de un tiempo a esta parte han mutado y no hay quien reconozca en sus declaraciones la sana doctrina de la Iglesia.
Obispos apostólicos en tiempos de Juan Pablo II, escandalizan hoy a la grey.
Los ataques doctrinales contra la santidad del matrimonio, las blasfemias contra la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía y el arrinconamiento de los Sagrarios, la pérdida del sentido del pecado que ha eliminado en tantos católicos la práctica de la confesión sacramental, la devaluación del Santo Sacrificio de la Misa hasta convertirla en un happening dominical, la liturgia de fiestuchi de adolescentes que con sus ocurrencias ocultan que en los templos lo que sucede es algo sagrado, la trituración doctrinal del sacerdocio, un ecumenismo desbocado, la concepción de la gracia importada del protestantismo… Todas estas gravísimas cuestiones no se plantearon así descaradamente en un principio. Los agentes diabólicos del cisma han ido de menos a más, y todo empezó cuando para agradar al mundo se eliminaron las exigencias de la religión, y convirtieron la doctrina de Jesucristo en ideología, una de cuyas primeras manifestaciones se produjo cuando los clérigos en lugar de dirigir la mirada hacia el Cielo de Dios y de los Santos, emplearon su tiempo y sus energías en impulsar hacía arriba las cosas de este mundo, que se empuercan cuando lamen el lodo de esta tierra y al final acaban muriendo.
Y además y como remate, resulta que en las manifestaciones de Don Antonio Cañizares y de Fernando VII se descubre una sorprendente coincidencia, aunque si bien producida por motivos distintos. Por causas religiosas en el caso de cardenal y por presupuestos políticos por parte del monarca español. Las declaraciones de los dos a favor de la Constitución suenan a falso, porque ninguno de los dos se las cree. Un rey absolutista no puede ser liberal, y un obispo sabe de sobra que el camino que debe mostrar a los fieles para ir al Cielo es estrecho y muy diferente de la senda constitucional.