“Yo creía tener más raíces en este país”. Dicen que fueron estas sus últimas palabras antes de que Su Majestad abandonara España. Y se comenta también que alguno de sus enemigos, de los que provocaron el regio exilio, se desahogó con un exabrupto como este: “Se acabó para siempre la raza espuria de los Borbones”.

El abandono de España de Juan Carlos I ha traído a mi memoria estos acontecimientos históricos porque la “Majestad” a la que yo me he referido en el párrafo anterior es Isabel II, que pronunció efectivamente esas palabras el 29 de septiembre de 1868, antes de subirse a un tren en San Sebastián, que la condujo hasta la frontera francesa.

No, la Historia no la rigen leyes necesarias como propone la historiografía autodenominada “científica”, que practican entre otros los marxistas, porque la Historia es la historia de la libertad, y en la tierra de la libertad no arraiga determinismo alguno. Los hombres no somos como las cigüeñas, de las que en mi querida ciudad de Alcalá hay unas cuantas, por lo que he podido comprobar en los últimos treinta años, que han hecho en cada primavera sus nidos de la misma manera, de la mismísima manera a como los hacían en la Edad Media e incluso antes, según me cuenta mi ornitólogo de cabecera.

“Yo creía tener más raíces en este país”. Dicen que fueron estas sus últimas palabras antes de que Su Majestad abandonara España

Pero tan cierto como lo anterior es que la libertad no opera en el vacío y por las muchas similitudes de lo que le ocurrió a Isabel II con lo que le ha pasado a Juan Carlos I, se pueden aprender unas cuantas lecciones provechosas, porque para esto la Historia tiene el título de “maestra de la vida”. Si bien es cierto que, semejanzas a un lado, hay también notables diferencias entre lo de Juan Carlos I y su antecesora en el trono. Isabel II no se fue de España, la echaron, pero no por acusarla de haberse enriquecido con el ejercicio del cargo.

Isabel II padecía desde niña una enfermedad de la piel, por lo que los médicos le recomendaron baños de mar, que la aliviaban bastante. De hecho, a Isabel II se le adjudica el invento de las vacaciones de los reyes en El Cantábrico, y por esa razón en el verano de 1868 se encontraba en la localidad de Lequeitio (Vizcaya), a pesar de que algunos de sus colaboradores le habían recomendado que por el ambiente revolucionario que ya se respiraba, no era recomendable su salida de Madrid.

Como he dicho, no existen en la historia los hechos necesarios, la fatalidad, pero lo de don Juan Carlos I como lo de Isabel II se veía venir. Basta con mirar las actuaciones de los que se empeñan en llevar las aguas a su molino, por más que después se justifiquen diciendo que la Naturaleza había trazado desde el principio el cauce del río justo por donde a ellos le convenía, para que sus aguas lamieran las aspas de la rueda que trasmite la fuerza a la piedra de la molienda.

Dos años antes de la expulsión de Isabel II, los progresistas y los demócratas -o si se quiere la izquierda y la extrema izquierda del momento- se aliaron oficialmente en la ciudad belga de Ostende el 16 de agosto de 1866 para derribar a Isabel II. Muerto O’Donnell († 4-XI-1867), el general Serrano ocupó la jefatura de la Unión Liberal -el centro político de aquellos años- y una de sus primeras decisiones fue unirse al pacto de Ostende. Isabel II tenía enemigos no solo fuera del sistema, sino hasta dentro del régimen, entre los que figuraban algunos a los que la propia reina había encumbrado.

Cierto que las cosas no marchaban bien en la España de 1868. Los propios revolucionarios denunciaron detalladamente los fallos del régimen isabelino en el manifiesto de la revolución de septiembre; pero de ahí a cargar todas las culpas contra Isabel II media un abismo de hipocresía, por no reconocer que buena parte de los que pedían el exilio de la reina en algunos puntos eran todavía más responsables que ella.

En cualquier caso, lo que era indudable es que el ambiente para la revolución era propicio debido a la corrupción de la vida política, que desde implantación del régimen liberal había abandonado la inspiración cristiana, que había orientado a la monarquía española desde su nacimiento hasta el siglo XIX. Y el resultado era un cuerpo político en descomposición, en muchos aspectos muy parecido a la España actual. Estos eran los motivos expuestos en el manifiesto de septiembre de 1868 por los revolucionarios para expulsar a Isabel II: “Hollada la ley fundamental, convertida siempre antes en celada que en defensa del ciudadano; corrompido el sufragio por la amenaza y el soborno, dependiente la seguridad individual, no del derecho propio, sino de la irresponsable voluntad de cualquiera de las autoridades; muerto el municipio; pasto la Administración y la Hacienda de la inmoralidad y del agio; tiranizada la enseñanza; muda la prensa y solo interrumpido el universal silencio por las frecuentes noticias de las nuevas fortunas improvisadas, del nuevo negocio, de la nueva real orden encaminada a defraudar el Tesoro público; de títulos de Castilla vilmente prodigados; del alto precio, en fin, a que logran su venta la deshonra y el vicio. Tal es la España de hoy”. 

Hoy como ayer la deshonra y el vicio son los síntomas de una crisis política que algunos pretenden singularizar en la persona de Juan Carlos I, para ocultar que sus vidas en definitiva son el fiel reflejo de lo que ellos mismos denuncian en la persona del rey

Hoy como ayer la deshonra y el vicio son los síntomas de una crisis política que algunos pretenden singularizar en la persona de Juan Carlos I, para ocultar que sus vidas en definitiva son el fiel reflejo de lo que ellos mismos denuncian en la persona del rey. Porque mal está lo que el rey presuntamente ha hecho, pero durante estos años Juan Carlos I ha tenido sus palmeros, sus cómplices y sus imitadores, que hoy se erigen desde un falso pedestal de honradez en acusadores de las mismas o de peores pústulas que ellos también tienen.

Y por supuesto en lo de la traición de los incondicionales vuelven a aparecer las similitudes del caso de Isabel II con el de Juan Carlos I. Durante su último veraneo como reina en el Cantábrico, Isabel II hizo una visita a la fragata Zaragoza. Y en esa ocasión los marineros que la tripulaban se deshicieron en atenciones con la reina, a la que declararon fidelidad inquebrantable. Pues bien, unas pocas semanas después, esa misma fragata, ya en aguas gaditanas, el 18 de septiembre disparó los veintiún cañonazos, que indicaban el comienzo de la revolución, autodenonimada La Gloriosa, que expulsó a Isabel II de España.

En principio el movimiento revolucionario no fue ni mucho menos popular, porque en los primeros compases todo eran incertidumbres. Cuando desembarcó la marinería en Cádiz, no llegaban ni a mil las personas que la aclamaron. Diez días después, el 28 de septiembre, la batalla del puente de Alcolea decidió el triunfo de la revolución, y entonces sí que se produjo la apoteosis del pueblo en armas y se levantaron barricadas que a falta de lucha armada se convirtieron en pistas de baile, para festejar el triunfo de la revolución. Y como los memes de ahora en las redes, florecieron las coplillas como las amapolas en año de lluvias:

“Yo era siervo de Isabela,

Reina constitucional,

Ahora es ella una emigrada

Y yo soy mi majestad”.

 

Expulsada Isabel II el pueblo se creyó dueño de sus destinos, porque sin reina, como decía la coplilla, “yo soy mi majestad”. Pero a la “revolución de septiembre”, que es como titula Hennessy uno de los capítulos de su libro “La República Federal en España”, le sigue otro capítulo con este significativo título: “La desilusión de octubre”.

Sabido es que, al exilio de otro Borbón, Alfonso XIII, siguió la Segunda República y la Guerra Civil. Menos conocido es que tras el exilio de Isabel II, además de la Primera República Española, que sin llegar a un año tuvo hasta cuatro presidentes, dentro de nuestra patria hubo hasta tres guerras civiles a la vez, que ya es difícil de igualar: la tercera guerra carlista, la guerra de Cuba y la guerra cantonal, si es que se puede hablar en singular de esta “guerra racimo”, que como las bombas de este tipo dentro de una esconden otras.

De lo que sí estoy seguro es de que al día de hoy ya hay un enfrentamiento civil en la sociedad española, de ese no me cabe duda, y es más que evidente que en ese enfrentamiento hay un marcado sesgo anticatólico

Puede que el tirón actual que tiene el disfrute de los fines de semanas impida que la gente, por muy revolucionaria que se presente, se lance a las barricadas. Insisto, puede que no haya otra guerra civil como sucedió tras el exilio de otros Borbones; repito, puede que no o puede que sí, yo no lo sé, porque los historiadores con descifrar el pasado bastante tenemos, como para ocuparnos del futuro. Pero de lo que sí estoy seguro es de que a día de hoy ya hay un enfrentamiento civil en la sociedad española, de eso no me cabe duda, y es más que evidente que en ese enfrentamiento hay un marcado sesgo anticatólico.

 

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá