Hoy 8 de diciembre, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, conviene recordar la importante aportación a la Iglesia de la Orden de la Inmaculada Concepción, conocida oficialmente por las siglas O.I.C, y popularmente por el de Concepcionistas Franciscanas. Así es que, por fuerza, tendré que referirme a su fundadora, Santa Beatriz de Silva (1426-1491) y, si se me permite, a dos de sus más preclaras hijas como son la madre María de Jesús de Ágreda (1602-1665) y Sor Patrocinio (1811-1891), porque además de estar unidas por su pertenencia a esta Orden religiosa, que honra el título de Inmaculada Concepción de la Virgen María, tienen también en común otros rasgos muy importantes.

Santa Beatriz de Silva pertenecía a una familia de nobles portugueses y vino a Castilla en 1447, formando parte del séquito que acompañó a Isabel de Portugal (1428-1496). Isabel abandonaba su país para contraer matrimonio con el rey Juan II de Castilla (1406-1454), de cuya unión nacería el 22 de abril de 1451 Isabel, la futura Reina Católica (1474-1504). La disoluta vida de la Corte y las intrigas políticas que la zarandearon durante esos años chocaron contra la firme personalidad religiosa de Santa Beatriz de Silva. Y en medio de esos turbulentos acontecimientos de la Corte, la reina Isabel tomó una curiosa y cruel decisión, que se describe en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia con estas palabras:

“La belleza de Beatriz era tan grande que cuando llegó a Castilla eclipsó a la de su señora [la reina Isabel], la cual sintió unos profundos celos, y ante la serie de solicitudes de matrimonio que Beatriz recibió, decidió encerrarla en un cofre. Beatriz consiguió sobrevivir el tiempo del encierro, tres días, ya que la Virgen se le apareció dos veces y le proporcionó alimento. Este primer hecho conocido de su vida ya tiene un carácter milagroso y señala la elección de la Virgen hacia esta mujer”.

La intención de la reina al encerrarla en el cofre era matarla, pero como se cuenta en su biografía, la Virgen vino en su auxilio, vestida con hábito blanco y manto azul y le encargó la fundación de la Orden de la Inmaculada Concepción y le animó con estas palabras: “¡Beatriz no tengas miedo! Tú fundarás una Orden cuya finalidad será la glorificación de la Inmaculada Concepción. Y gracias a un familiar suyo que también estaba en la Corte se pudo librar del encierro y de la muerte.

Decidió entonces abandonar la Corte y marchó a Toledo, donde se instaló en el convento de Santo Domingo, sin tomar hábito, sino que vivió allí como señora “pisadera” o "de piso" con dos criadas, como era práctica habitual entre las mujeres de la nobleza, que se traslaban a vivir en un anexo de los coneventos, fuera de la clausura, a modo de residencia. Pero sin ser monja dominica vivió su horario y sus rezos como si fuera parte de la comunidad. Su estancia en el convento de Santo Domingo duró treinta años y en este período tuvo lugar el providencial encuentro de Santa Beatriz de Silva con la reina Isabel la Católica.

Gracias al apoyo de la reina Católica se puso en marcha la nueva Orden religiosa y en 1484 Santa Beatriz abandonó el convento de Santo Domingo. Con doce mujeres se instaló en los edificios del palacio de Galiana y la iglesia de Santa Fe, que le fueron cedidos por Isabel la Católica.

Representación de la reina Isabel la Católica y Santa Beatriz de Silva

 

La reina también apoyó el envío del documento a Roma, en el que se pedía la aprobación de la Orden para “honrar, celebrar e imitar la Concepción Inmaculada de María”. Y, en efecto, el papa Inocencio VIII (1484-1492), mediante la bula Inter universa de 30 de abril de 1489 concedió su aprobación a la Orden y el hábito que debían usar. Sin duda, este hábito, y sobre todo su manto azul es característico de las Concepcionistas Franciscanas y está descrito con estas palabras en sus constituciones:

“El manto de jerga [tela gruesa] azul, un jeme alto del suelo [distancia que hay desde la extremidad del dedo pulgar a la del índice, separado el uno del otro todo lo posible], sin cogulla, cortado por el cuello, redondo, con poco pliegue, con un botón de palo prendido; sobre el hombro derecho cosida una imagen como la santa regla lo manda”.

Y en la regla, por su parte, se concreta cómo debe ser esa imagen: “Traigan en el manto y en el escapulario una imagen de Nuestra Señora, cercada de un sol con sus rayos, y con su Hijo Santísimo en brazos, y coronada de estrellas en la cabeza”.

Manto azul con la imagen de la Virgen sobre el hombro derecho de las Concepcionistas Franciscanas

 

La segunda concepcionista franciscana a la que nos referíamos al principio es la madre María de Jesús de Ágreda. Recientemente se ha publicado la Vida de Sor María de Jesús de Ágreda en una edición anotada por el padre carmelita Rafael Pascual Elías. Este libro tiene relatos tan sorprendentes como la propia fundación del monasterio de Ágreda, los éxtasis de Sor María de Jesús de Ágreda o sus bilocaciones mediante las cuales evangelizó a miles de indios de las recientes tierras descubiertas de América, así es que era conocida por los indígenas como “la dama de azul”. Y no les detallo más, queridos lectores, porque de hacerlo destriparía esta auténtica película que es la edición que ha preparado el padre Rafael Pascual Elías sobre la vida de la autora de la Mística Ciudad de Dios.

 

Portada de la biografía de la madre María de Jesús de Ágreda, edición y notas a cargo del padre Rafael Pascual Elías

 

Al igual que Santa Beatriz de Silva y Sor Patrocinio, Sor María de Jesús de Ágreda también mantuvo una importante relación con la Corona. Durante uno de sus viajes en la campaña de Cataluña, en 1643, Felipe IV (1621-1665) se detuvo en Ágreda, para conocer a la célebre monja, ya que por entonces se había divulgado su fama de santidad y sus bilocaciones en el Nuevo Mundo. Como consecuencia de esa visita dio comienzo una abundante correspondencia entre los dos, que solo se interrumpe con la muerte de la monja. De dicha correspondencia se han publicado más de seiscientas cartas, documentación inapreciable para conocer la época y el reinado de Felipe IV.

Lejos de adulaciones típicas de cortesanos, cuyo único horizonte es su medro, Sor María Jesús de Ágreda en sus cartas es todo sinceridad y hasta exigencia, cuando lo exigen las circunstancias, como ha puesto de manifiesto la biografía a la que antes me he referido, preparada y anotada por el padre Rafael Pascual. Con un detalle que ahí se cuenta se entenderá mejor. Sin duda, que el rey Felipe IV no fue un campeón de la fidelidad conyugal; algunos historiadores le atribuyen hasta treinta hijos bastardos. Pues bien, cuando en cierta ocasión Felipe IV se lamentaba de sus debilidades y flaquezas, Sor María de Jesús de Ágreda le contestó sin contemplaciones: “No es rey el que no es rey de sí mismo e impera y tiene dominio sobre sus apetitos y pasiones”. Y como todavía el monarca insistió en su casi imposibilidad para controlar sus pasiones, la monja le contestó con firmeza: “El que se vence, vence”.

Sepultura con el cuerpo incorrupto de Sor María de Jesús de Ágreda. Iglesia del monasterio de las Concepcionistas Franciscanas de Ágreda (Soria)

 

Y de cuanto escribió sobre la Virgen María, dada la fecha de hoy, quiero transcribir un párrafo en el que se cuenta cómo se celebra en el Cielo la fiesta de la Inmaculada Concepción, según se lo trasmitió en un extásis "el ángel santo de la espada":

“Y aunque todas las festividades son célebres, y en los misterios que celebra la Iglesia militante, tenemos en la triunfante mucho que ver, que admirar, que gozar y por qué alabar al Todopoderoso, porque lo vemos inmediatamente, no en partes ni en enigmas, como decía San Pablo, sino intuitivamente, ángeles y hombres gozamos a satisfacción, entendemos abundantemente y nos motiva a amar sin impedimento, y alabar al Todopoderoso sin intervalo. Esto es en todas las festividades y misterios, pero en el de la Purísima Concepción de nuestra gran Reina sucede esto con mayor plenitud, excelencia, grandeza y admiración nuestra, porque es obra de la divina diestra, tan admirable que no la ha obrado sino una vez y con sola la Madre del Rey del cielo y Redentor del mundo; porque todas las criaturas humanas en Adán pecaron, y sola María Santísima fue exenta de la ley; porque si celebramos la festividad de un Santo, hay otro Santo, pero ninguno concebido sin pecado original. Y por el amor que tenemos Ángeles y hombres a la Emperatriz de las alturas, alabamos al Altísimo y nos gozamos en esta su fiesta, que en orden a sí misma es la mayor. Las demás fueron para los hombres y ángeles respectivamente, pero esta solo para engrandecer a María Santísima y para el Verbo divino, porque fue hacerla digna morada suya. Y por todos estos motivos nos postramos hoy los Ángeles, Arcángeles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades, Querubines y Serafines, Patriarcas, Confesores, Apóstoles, Mártires, Anacoretas, Vírgenes y Viudas, y todos los Santos, engrandeciendo al Todopoderoso por obra tan magnífica. Y allí conocemos la infinita sabiduría de Dios con que obró este misterio, la bondad y misericordia que le obligó a ello, la potencia con que lo ejecutó, el imperio y dominio con que dispensó en la ley común, indispensable para todos los demás hijos de Adán, del pecado original, en que todos concurren y caen. Esto fue verdadera y literalmente cumplirse la letra del Génesis, de que la mujer quebrantaría la cabeza a la serpiente”.

Y llegamos así a Sor Patrocinio, la tercera de las concepcionistas de las que prometimos hablar al principio de este artículo. Al igual que Santa Beatriz de Silva su belleza desató pasiones en el Madrid del siglo XIX, que por negarse a atenderlas le reportaron persecuciones durante toda su vida. En mi biografía de Sor Patrocinio he contado el secuestro que padeció estando en el convento del Caballero de Gracia, ejecutado por Salustiano de Olózaga (1805-1873), que entonces era Gobernador Civil de Madrid, además de un estrecho colaborador de Mendizábal (1790-1853), presidente del Gobierno.

Portada de la biografía de Sor Patronio (1811-1891)

 

Como su fundadora, también Sor Patrocinio mantuvo una estrecha relación con la titular de la Corona, Isabel II (1833-1868). En efecto, la reina y Sor Patrocinio fueron amigas; para ser exactos fueron muy amigas, esto todos los admiten; pero es más, por lo que yo he visto en los archivos durante tantos años, me atrevo a afirmar que Sor Patrocinio fue la mejor amiga de la reina Isabel II. Una carta de conciencia de un franciscano dirigida a su superior general en Roma daba la clave de esa amistad, y la escribía con la intención de que el superior general de los franciscanos se lo contase al papa Pío IX. Esto es lo que se podía leer en dicha carta:

“Si el Santo Padre supiera que la madre Sor Patrocinio no se ha metido, ni trata de meterse en asuntos políticos, y que son otras las causas de los benévolos deseos de SS. MM. para con ella, de cierto que no se extrañaría, sino que se convencería, de que esto era muy natural. Yo puedo asegurar a Vuestra Reverendísima que proviene de que S. M. la reina sabe que su conversión del pecado a la gracia, y la disposición, en que hoy se halla su alma se debe a la referida madre después de Dios”.

Esta foto de Sor Patrocinio y la reina Isabel II se hizo en el convento de San Pascual de Aranjuez (Madrid) en 1860. A juzgar por la foto no se podría afirmar que la reina fuera 19 años más joven que Sor Patrocinio 

 

En 1860 Sor Patrocinio tenía 49 años y la reina Isabel II solo 30. A diferencia de los cortesanos que rodeaban a Isabel II por intereses materiales, a Sor Patrocinio lo único que le interesaba de la reina era su alma. No podía haber mayor garantía de la autenticidad de amistad que saber que esa relación era totalmente desinteresada.

Por otra parte, a Sor Patrocinio le tocó presenciar la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, a la vez que fue testigo del sectarismo desplegado por el Gobierno español, que entonces estaba en manos del partido progresista. Cuando el beato Pío IX (1846-1878) proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre de 1854, tan popularmente sentido y hasta celebrado por el pueblo español desde hacía siglos, el Gobierno de los progresistas prohibió la difusión de la bula de la proclamación del dogma en España e impidió que se celebrasen los actos religiosos para festejar la definición pontificia. Sin embargo, y como no podía ser de otro modo, la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción fue recibida en las comunidades de las concepcionistas franciscanas con una alegría indescriptible.

 

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá