Cada día de Año Nuevo celebramos el tiempo transcurrido desde que se produjo la plenitud de los tiempos. Es decir, desde que el Hijo de Dios se hizo hombre para redimirnos y convertirnos en hijos de Dios y herederos del Cielo. No otra cosa más importante se celebra en el tránsito del 31de diciembre al 1 de enero, por más que algunos se revienten los pulmones de tanto soplar al matasuegras sin conseguir, por lo demás, la defunción real de su mamá política.
Todos los quehaceres de todos los hombres de todos los tiempos, sin excluir ni uno solo, ni siquiera el más insignificante de todos ellos, se inscriben en las coordenadas de la Historia, formado por dos ejes perpendiculares que se cortan en el origen. En el eje horizontal —el de la x— se detalla el espacio y en el eje vertical —el de la y— se señala el tiempo. Y cada uno de nosotros con sus vidas va escribiendo el verdadero libro de la Historia, del que todos tendremos un conocimiento preciso, cuando Jesucristo, el Señor de la Historia, venga sobre una nube con gran poder y majestad para hacer pública la sentencia que la historia de cada uno de nosotros merece, la misma que personalmente todos conocemos inmeditamente después de morir.
Y lo mismo que decimos, por analogía con uno de los atributos de Dios, que los artistas son unos creadores, los historiadores hacemos lo que podemos para no quedarnos en blanco hasta el día del Juicio Final y tener, al menos, una primera aproximación al conocimiento del pasado.
Ahora bien, lo que ya sabemos de cierto cómo empezó la Historia. Fue de esta manera: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo:
—Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que reptan por la tierra”.
Y también es conocido que nuestros primeros padres rompieron los planes de Dios al comer del fruto prohibido, gravísimo error, pero que es calificado como “feliz culpa” en la liturgia del Sábado Santo, porque se remedió con la Encarnación del Hijo de Dios y la Redención, la plenitud de los tiempos, que como ya se dijo es los que en estos días celebramos.
Cada 1 de enero festejamos otro aniversario de la plenitud de los tiempos: la redención
La Historia estudia los actos humanos, es decir, los que se producen con libertad a diferencia de los actos del hombre como la digestión, que la estudia la Medicina, y por lo tanto se puede afirmar que la Historia es la Historia de la libertad. Y esa libertad también la ha usado el hombre para dar la espalda a Dios.
Decíamos el domingo pasado que Francia es considerada con pleno derecho como la hija primogénita de la Iglesia, y proseguíamos manteniendo que dicha primogenitura puede ser vendida por un plato de lentejas, e incluso por menos de eso. Y eso fue lo que sucedió durante la Revolución Francesa, cuando el sectarismo antirreligioso llegó a tal extremo contra el cristianismo, que los revolucionarios requisaron el tiempo. Y como decidieron que la plenitud de los tiempos ya no era la Encarnación del Hijo de Dios, sino su gesta revolucionaria, empezaron a contar el tiempo a partir del equinoccio de otoño correspondiente con el comienzo de la Primera República el 22 de septiembre de 1792. Y así establecieron una nueva serie de años, para despiste y desesperación de nuestros estudiantes de Bachiller que no son capaces de situar en el tiempo la Constitución del año I de la Convención o la Constitución del año III del Directorio.
El cristianismo empapa de sentido religioso toda la existencia humana y, por eso, la cultura cristiana hace de cada día una fiesta en honor de Dios, la Santísima Virgen, los ángeles y los santos. Y como escribe, una de las máximas autoridades en el estudio de la Revolución Francesa, el historiador francés Jean de Viguerie, “el cristianismo protegía el tiempo por medio de su calendario litúrgico. La Convención fabrica un calendario nuevo, un día de descanso distinto llamado décadi y nuevas fiestas litúrgicas: las de la Razón. La Convención confisca el tiempo en favor de la Revolución”.
El calendario revolucionario mantiene los doce meses, pero cambia sus nombres según el tiempo que haga o las estaciones de la naturaleza. No se rompieron la cabeza: si durante esos días nevaba a ese mes se le llamó nivoso, si llovía pluvioso, si brotaban las flores del campo floreal y así hasta doce nuevas designaciones, cada cual más cursi. Y para divulgación del pueblo, al que los elitistas revolucionarios consideraban muy inculto, publicaron su invento en el que cada mes estaba ilustrado con una acuarela representando a una francesita ataviada con una modelo “ámame por mi inteligencia”. Moda que como es sabido todavía sigue vigente al día de hoy en la promoción de una marca de neumáticos, que yo me niego a usar.
Durante la alabada e ilustrada revolución francesa, si no cumplías con el nuevo calendario, te detenían por los “endomingados”
Los meses revolucionarios siguen teniendo treinta días, pero no cuatro semanas, sino tres décadas y el día festivo es el décimo, que ya dijimos que se llamaba el décadi. Y cuando el obispo Gregoire, un clérigo que dejó de servir a Cristo para servir al poder político y medrar, le pregunto a Romme, que era uno de sus promotores, para qué servía ese calendario, este le contestó:
—Sirve para suprimir el domingo.
Y como los revolucionarios no suelen pedir las cosas por favor, a propuesta de Joseph Lebon se dispuso “que todo empleado doméstico, conductor de carreta o criado que descanse en un día distinto del décadi, sea arrestado como sospechoso y que los ayuntamientos que no cumplan el presente decreto sean considerados como sospechosos y tratados como tales”. Y para que no quedar duda del trato que había que darles, Lebon concluía que había que detener a los “endomingados”.
Los días revolucionarios dejaron de tener el nombre de los santos y cambiaron por el de las plantas, flores frutos o los minerales. El quinto día de cada década recibía el nombre de un animal y el décimo o décadi el de un objeto o una herramienta de las empleadas en los trabajos agrícolas. De este modo y como botón de muestra, la primera década del mes Vendimiario, el primero del otoño y el de la recogida de la uva, queda establecida así: Primidi, uva. Duodi, azafrán. Tridi, castaño. Cuartidi, azucena. Quintidi, caballo. Sextidi, miramelindo. Septidi, zanahoria. Octidi, amaranta. Nonidi, chirivía. Decadi, tinaja.
Según el calendario, el 25 de diciembre sería el día del perro, en lugar de la Navidad. No era por ofender, no...
Semejante trajín de nombres no podía ser ni más cursi, ni más sectario, porque de lo que se trataba, además de suprimir el domingo, era borrar el recuerdo de las grandes fiestas cristianas. De esta manera el día de Todos los Santos pasó a ser el día de la escorzonera; la solemnidad de la Navidad, el día del perro; la fiesta de la Epifanía, el día del bacalao; la Candelaria, el día del nogal; la Visitación se convirtió en la celebración del espliego y la Asunción de la Virgen María, en el día del altramuz.
Y como todavía se sigue explicando la Revolución Francesa, reduciéndola a lo de la igualdad, la libertad y la fraternidad, lo que se cura con libros, no quiero acabar este artículo sin recomendar uno de las publicaciones más deliciosas que yo haya leído, y que es la crítica más inteligente de la Revolución Francesa que conozco. Se titula “El sacrificio de la tarde, vida y muerte de Madame Elisabeth”. Es una brevísima biografía de la hermana de Luis XVI, escrita magistralmente por el gran historiador antes citado, Jean de Viguerie, que estoy convencido que se puede convertir en todo un acierto como regalo de Reyes.