Desde el mirador del Castillo de Santa Catalina contemplé la belleza de la ciudad de Jaén, hace ocho días. Sobre sus tejados se elevan los campanarios de las iglesias, que rinden vasallaje espiritual a las torres de la catedral, una joya del Renacimiento, edificada sobre los cimientos de la fe de los cristianos que nos precedieron.
Viajé desde Madrid en un tren con costumbres de las de antes, porque no pasaba de largo y paraba en las principales localidades, que a mí se me convertían en escenarios históricos. Era un tren de los llamados de media distancia, que se detuvo en muchas estaciones, lo hizo por primera vez en Aranjuez, y al detenerse en su estación se agolparon en mi cabeza los recuerdos históricos de esa ciudad, tan importantes.
Y sin proponérmelo, de entre todos ellos me quedé contemplando solo uno, porque las protagonistas eran esas dos mujeres, a las que tantos años de investigación he dedicado. Vi entrar en el convento de San Pascual de Aranjuez a la reina Isabel II (1833-1868) el 31 de mayo de 1860. Salió a recibirla en la puerta de clausura la abadesa de las Concepcionistas, su mejor amiga, Sor Patrocinio.
Antes de llegar la reina, ya estaban formadas todas las monjas de Sor Patrocinio en una de las galerías, porque iban a realizar una procesión por los claustros y la huerta con la Virgen del Olvido, en acción de gracias por el triunfo de las tropas españolas en la Guerra de Marruecos. La reina había hecho un voto que solo su marido, Don Francisco de Asís, y Sor Patrocinio conocían. Isabel II calzaba unos lujosos zapatos de raso y plata, pero sin suelas, sujetos con alambres a sus pies, que ese día no llevaban medias, para pisar el suelo sin ninguna protección. Nadie pudo apreciar la penitencia de la reina.
Y entre los recuerdos del convento de San Pascual y contestar mensajes del teléfono, el tren volvió a parar muchas veces. En la estación de Manzanares recé un Avemaría por el padre de mi amiga Cristina Falk, ya que él había sido secretario de su Ayuntamiento, perseguido en la Segunda República y asesinado en Paracuellos, como ha contado su hija en un reciente y espléndido libro.
Y tras la oración, recordé el manifiesto que en Manzanares redactó el joven Cánovas del Castillo, cuando participó en la revolución de 1854, de lo que siempre se arrepintió: “Un hombre honrado —escribió el político conservador años después— solo hace la revolución una vez, y eso porque no sabe lo que es".
Me distrajeron los corzos que corrían por Sierra Morena, porque era todo un espectáculo verlos desde la ventanilla del tren. Y por fin llegué a Jaén, donde me esperaba el abogado Javier Pereda, que me había invitado para mantener esa noche un coloquio en el cine forum Santo Tomás Moro, con el aforo al completo de lo que permitían las medidas sanitarias: cincuenta personas, que me causaron una buenísima impresión, y demostraron tener una gran categoría. Le película que se proyectó para ambientar el coloquio se titulaba Un Dios prohibido, que describe el martirio de los mártires de Barbastro (Huesca) durante la pasada Guerra Civil Española.
Como había llegado a mediodía, después de almorzar, Javier Pereda me hizo de guía, me enseñó la ciudad y me subió al Castillo de Santa Catalina, como he dicho al principio. Y a la vez que veía la ciudad desde lo alto en todo su esplendor, como venía preparado para hablar de la persecución religiosa durante la Guerra Civil, me acordé que Jaén fue regada con la sangre de muchos católicos asesinados por los socialistas, los comunistas y los anarquistas.
“¡Arrodillaros, generosas ciudades de mi patria/ delante los recientes túmulos de los muertos/ por la causa de la fe y de la civilización cristiana!”
No, no son “mártires del siglo veinte” ni tampoco “mártires de la década de los treinta”, como con torpeza les designan oficialmente. Siempre me ha indignado la cobardía de no llamar a las cosas por su nombre, que en este caso, además, no deja de ser un desprecio a la sangre derramada por Cristo y una actitud servil con los descendientes políticos de sus verdugos… Mientras miraba fijamente la ciudad de Jaén, calmé mi indignación recordando en silencio los versos del autor del Peristephanon, el poeta Aurelio Prudencio, nacido en el año 348:
“¡Arrodillaros, generosas ciudades de mi patria/ delante los recientes túmulos de los muertos/ por la causa de la fe y de la civilización cristiana!”
Quedé muy contento con las intervenciones del coloquio y, al acabar el acto nuestra conversación se prolongó más de una hora, porque Javier Pereda es un mago de las relaciones humanas, y con el señuelo de unas bolsas de patatas fritas y unos refrescos nos enredó en conversaciones de corrillos. Me ganaron la voluntad y prometí que volvería en la primavera.
Pero sin duda el momento más intensó se produjo cuando visité la cripta de los mártires en la catedral. Es un capilla pequeña donde reposan bajo el signo de la cruz trazada en el suelo los restos de cientos de mártires jienenses, cuyos nombres hasta un total de 328 están inscritos en unas lápidas de mármol que rodean ese recinto sagrado.
Y como en esta capilla de los mártires está expuesto permanentemente el Santísimo Sacramento en la custodia, nos hincamos de rodillas durante unos minutos en señal de adoración y de agradecimiento a todos los mártires que allí reposan, porque con su heroico comportamiento nos recuerdan que el verdadero sentido de la vida es volver a Dios, con la ayuda de su misericordia, para permanecer en su presencia por toda la eternidad.
Antes de coger el tren de vuelta, tuve la oportunidad de conocer al sacerdote Rafael Higueras Álamo, que ha sido el postulador diocesano del proceso sobre el martirio de los siervos de Dios Manuel Izquierdo y 129 compañeros. Don Rafael me regaló los dos tomos que ha publicado con las biografías de estos 130 mártires. Son 1.400 páginas que me tienen enganchado desque que empecé leer el primer tomo el lunes pasado, voy por el segundo que espero acabarlo en tres o cuatro días, y prometo contarles un resumen en el artículo del próximo domingo.
Y como soy consciente de que lo de acabar así con un “continuará”, es de pocos amigos, como despedida y para que no se me enfaden del todo les copio unos párrafos de las páginas 445 y 446 del primer tomo, donde Rafael Higueras transcribe el testimonio del martirio de la abadesa de las clarisas de Martos (Jaén), Sor Isabel María Aranda, de 46 años de edad:
“A medía noche [13 de enero de 1937], sin previo juicio ni sentencia, sacaron de la cárcel a nuestra querida Madre, y la condujeron al campo, a un olivar que está por Las Casillas [de Martos], y allí, sola con los verdugos, sin más amparo y consuelo que el del Cielo, luchó nuestra Madre con heroica valentía por defender su virginidad.
Como aquellos hombres, embriagados por la pasión, no pudieron conseguir su depravado propósito ni en lo más mínimo, avergonzados y humillados ante una pobre e indefensa mujer, se irritaron de tal forma que le cortaron toda la ropa, dejándola casi desnuda. La ataron a la cola de una bestia y así la arrastraron. Le rompieron una pierna y la maltrataron tan brutalmente con las culatas de las escopetas y los fusiles, que creyeron que ya la habían matado. Pero no, no murió. Tenía que dar mayor testimonio de su fidelidad al Señor, y en un esfuerzo incomprensible humanamente, según su estado, arrastrándose como pudo, logró asirse a la verja del cementerio. Aquellos hombres que más bien parecían demonios, viendo que no podían vencer aquella voluntad férrea y que cada vez su víctima parecía tener muevas energías, decidieron acabar con ella; pero antes quisieron dar su última batalla. Repitieron sus burlas y castigo, obligándola a blasfemar, a lo que nuestra Madre respondía con jaculatorias y actos de amor a Dios, a la Santísima Virgen y perdonando en todo momento a sus verdugos. Le escupían en la boca, le obligaban a que comiera estiércol “porque tenía hambre”, decían.
Burlados por última vez, y viendo que no podían desprender su brazo de la verja, allí mismo le dieron varios tiros a quemarropa, muriendo en el acto”.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá