Pedro Sánchez no ha puesto en marcha un nuevo Gobierno, sino que ha desatado un proceso revolucionario. Por revolución se entiende en Historia un cambio brusco de las estructuras, que se puede llevar a cabo no necesariamente con derramamiento de sangre, aunque, en la mayoría de las ocasiones, desgraciadamente, así ha sido. Y es lógico que cunda el miedo entre nosotros, porque los socialistas y los comunistas españoles, que ahora nos gobiernan, tienen una tradición histórica marxista, basada en la máxima de Lenin: “La revolución avanza muy despacio, porque fusilamos muy poco”.
De momento, en los pocos días de existencia de este Gobierno, ya han fusilado a unos cuantos principios fundamentales del Derecho. Y lo han hecho con unos argumentos zafios y rastreros, que constituyen un ataque, no solo al Derecho, sino también al más elemental sentido común, como la ameza totalitaria de secuestrar a los hijos y arrebatárselos a sus padres, porque dice la Celaá que no les pertenecen. Pero lo más preocupante de esta situación, es que, a pesar de la bajeza política e intelectual de los que se han aupado al poder, aparecen con una superioridad manifiesta ante la oposición que, enredada en estrategias electorales, es incapaz de presentar la batalla intelectual, política y religiosa, que exige el momento crítico en el que vivimos.
Sí, he dicho batalla religiosa, porque el proceso revolucionario de Pedro Sánchez y de su vicepresidente Pablo Iglesias es, ante todo, rabiosamente antirreligioso. Y esta es la diferencia, porque mientras los enemigos de la Cruz de Cristo no lo ocultan y actúan según su sectaria ideología, en el otro bando no exponen los principios cristianos de la Civilización Occidental, no vaya a ser que por decir lo que creemos nos vayan a llamar fachas.
Por todo esto, no puede ser más oportuna la aparición de una Historia de España, escrita por Alberto Bárcena, que ha sido publicada en dos tomos. El primero que abarca desde la Hispania Romana hasta el reinado de Alfonso XIII y el segundo tomo que comienza en la Segunda República y concluye contando la profanación de la tumba de Franco en la Basílica del Valle de los Caídos, con datos sorprendentes, que no voy a desvelar en este artículo.
Mientras los enemigos de la Cruz de Cristo no lo ocultan y actúan, según su sectaria ideología, en el otro bando no exponen los principios cristianos de la Civilización Occidental, no vaya a ser que por decir lo que creemos nos vayan a llamar fachas
Los dos tomos ven la luz con el título común de La pérdida de España, y en ellos se describen la pérdida y el reencuentro de España a lo largo de los siglos, según se desvanezca o resurja la esencia de España, que fue y sigue siendo el Cristianismo, como lo ha sido desde hace siglos la esencia de Europa, como así se reconoce nada menos que en la Enciclopedia francesa del siglo XVIII con estas palabras: “Qué importa que Europa sea el más pequeño de los continentes, si es el más grande por sus ciencias, por sus letras y, sobre todo, por el Cristianismo”.
Pero Alberto Bárcena, describe mejor que yo sus claves de la interpretación de la Historia de España, veamos: “El enfrentamiento entre las dos Españas era ya religioso; empezó siéndolo, siguió y sigue siéndolo. Por encima de las diferencias políticas y sociales. El combate espiritual se había trasladado a España; la nación que se había gloriado de ser el brazo armado de Roma y la evangelizadora del Nuevo Mundo se enfrentaba, en lucha fratricida, dentro de la vieja ciudadela. La permanente defensora de la Fe durante un milenio, ya difícilmente reconocible, había perdido el rumbo y la cohesión interna después de 1808, a pesar de protagonizar una gesta colectiva asombrosa. A partir de ahí pueden hacerse, y conviene hacerlo, muchas matizaciones históricas. Pero la línea que, al final, separaba los dos bandos, vuelvo a insistir, era religiosa; sobre todo religiosa”.
El historiador Alberto Bárcena ha encocorado a los masones
He leído pocos libros tan rigurosos y tan valientes como estos dos tomos, escritos en la línea de los grandes historiadores cristianos que van desde Marcelino Menéndez y Pelayo hasta Federico Suárez Verdeguer, José Luis Comellas o Luis Suárez, y en cuyo cuadro de honor ya ha entrado por méritos propios Alberto Bárcena, y sobre todo por coherencia, por decir las verdades que otros cobardicas no se atreven ni a mencionar.
Sin duda, Alberto Bárcena es el mejor conocedor de la masonería, tanto que uno de sus libros ha sido contraprogramado por las logias con conferencias para desacreditarle expresamente, a diferencia de la condena al silencio que suelen emplear los masones contra sus críticos, porque el libro de Bárcena ha tenido una enorme difusión y ha calado profundamente en la sociedad española. Y ese éxito editorial ha encocorado a los masones.
En consecuencia, el conocimiento que Alberto Bárcena tiene de la masonería aporta una interpretación interesantísima en el segundo tomo de La pérdida de España, en la que se estudia la Segunda República. Soy de la opinión que el mayor favor que se puede hacer a la masonería es atacarla con argumentos efectistas, carentes de rigor, y de esto, libros afectados por este mal hay unos cuantos.
Las logias controlaron, de principio a fin, la II República
Pero el caso de Alberto Bárcena es bien distinto. Su concienzudo estudio de la bibliografía le permite describir el dominio de los masones durante la Segunda República citando sus escritos, como es el caso del siguiente párrafo de la página 41 del segundo tomo de La pérdida de España: “Ese poder masónico se mantendrá, o aumentará incluso, durante los años de la República; Ferrer Benimeli recoge, del masón Vidarte, un comentario al respecto: "El traspaso de poder de Portela a Azaña -los dos masones- el 19 de febrero de 1936, es recogido por otro masón, el socialista Juan Simeón Vidarte, quien lo comenta con el también masón general Núñez de Prado, con estas palabras: 'a mí, personalmente, me parece bien el Gobierno. Hay en él siete hermanos [masones], y todos de un republicanismo acrisolado. Sí, el Gobierno parece haber nacido bajo nuestros auspicios. La otra tarde, al encontrarnos el general Pozas y yo en el Ministerio de la Gobernación, citados por Portela, para que asistiéramos a la toma de posesión de Azaña, en unión de Martínez Barrio, parecía una ceremonia masónica. El Gran Maestre de la Gran Logia da posesión a su sucesor, delante del Gran Oriente Español y en presencia de dos generales masones'".
Alberto Bárcena es el mejor conocedor de la masonería, tanto que uno de sus libros ha sido contraprogramado por las logias con conferencias para desacreditarle expresamente, a diferencia de la condena al silencio que suelen emplear los masones contra sus críticos
El capítulo dedicado a la España actual, el que describe los hechos desde la muerte de Franco hasta nuestros días, está sembrado de agudas y certeras interpretaciones. Además de aportar datos originales y sorprendentes. De todos estos datos, que he calificado de sorprendentes, debo destacar uno por lo que ilustra lo acontecido durante la Transición. Me refiero a una de las circunstancias que concurrió en el nombramiento de Adolfo Suárez por el Rey como jefe de Gobierno.
Cuando el monarca llamó a Adolfo Suárez para encargarle la tarea de Gobierno, aunque era poco conocido, Don Juan Carlos poseía la información de la pertenencia de Adolfo Suárez al Opus Dei, y le puso como condición que abandonara esta institución, si quería ser jefe de Gobierno. Y don Juan Carlos le planteó esta exigencia a Adolfo Suaréz conociendo perfectamente el carácter relgioso del Opus Dei. El monarca tenía motivos y relaciones más que de sobra para saberlo.Entre las personas del Opus Dei con las que el rey tuvo relación, citaré solo a tres: uno de sus profesores fue el catedrático de Filosofía y personaje del Consejo privado de Don Juan, Antonio Millán Puelles, miembro supernumerario del Opus Dei; Laureano López Rodó, miembro numerario del Opus Dei, había trazado buena parte del camino para que él pudiera reinar, como López Rodó cuenta en su libro La larga marcha hacia a la monarquía y, además, el prestigioso historiador y sacerdote, Federico Suárez Verdeguer, igualmente miembro numerario del Opus Dei, era el capellán de la Casa Real. No, no fue una exigencia a ciegas, sino una decisión consciente y deliberada de don Juan Carlos para expulsar al Cristo de la democracia coronada.
Y en efecto, -según cuenta Alberto Bárcena- no es que Adolfo Suárez, para conseguir el cargo, abandonase el Opus Dei, más bien huyó a toda prisa, sin despedirse de nadie. Y digo que el hecho es significativo, porque precisamente el carisma del Opus Dei, consiste en santificar el trabajo. Y por lo tanto quedada fijado que en la política de la Transición, ni podía entrar Dios, ni podía ser, por tanto, santificada la política.Y desde entonces no han sido pocos los católicos que han transitado por la política deambulamdo como esquizofrénicos, por llevar una doble conducta, sin conexión entre su vida pública y su vida privada.
Monseñor Luis Argüello: "Vamos a tratar de disminuir el consumo de plásticos"... Argüello no ha perdido el 'oremus', ha perdido el sentido del ridículo
El comportamiento de Adolfo Suárez ha marcado el principio de la incoherencia -con las pocas excepciones que ha habido- de los católicos que han intervenido en política en la cuatro últimas décadas. Aunque la culpa es justo repartirla, porque a decir verdad la función docente de la jerarquía española no pocas veces ha estado de vacaciones. Así por ejemplo, con la que nos está cayendo con el Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, el portavoz de la conferencia episcopal, monseñor Luis Argüello, se ha pronunciado para decirnos a los católicos españoles no sé que cosa de reducir el uso de los plásticos. Y no seré yo como otros que han dicho que el tal monseñor ha perdido el oremus. No sé si habrá perdido el oremus o el credamus, pero desde luego de lo que no hay duda es que con lo de la reciente declaración de los plásticos del portavoz de la Conferencia Episcopal, monseñor Luis Argüello lo que ha perdido es el sentido del ridículo.
Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.