Es cierto que en la guerra cultural que se está librando en España, los católicos oficiales desde hace medio siglo no han ganado ni una sola batalla. Pero es mentira, como se ha dicho, que tantas derrotas sean debidas a una continua y universal deserción de sus huestes. Quienes esto afirman no han caído en la cuenta de que en la defensa de la cultura cristiana, los católicos oficiales españoles se baten con una estrategia absolutamente revolucionaria e innovadora, lo que no es equivalente a que sea eficaz, porque, como he dicho, llevan medio siglo sin ganar ni una sola batalla de la guerra cultural; esta es la verdad: ¡Ni una!
Pero es comprensible y hasta disculpable que, por su muy extrema novedad, no se haya podido reconocer como tal esa estrategia empleada por los católicos oficiales en España, porque en el llamado arte de la guerra es prácticamente imposible no repetir lo que siempre se hizo, hasta el punto de que un sabio historiador no ha podido calificar al mismísimo Napoleón como un militar innovador. Ha escrito Comellas que las grandes campañas de Napoleón, que le convirtieron en el dueño de Europa, no supusieron ninguna innovación en la técnica militar. Porque Napoleón más que inventar la guerra contemporánea, como sí hicieran Moltke o Schilieffen, lo que hizo fue llevar a la perfección las tácticas militares que se habían empleado hasta entonces.
El fin de la Historia -lo he escrito muchas veces y no he enseñado cosa distinta a mis alumnos durante cuarenta años- es que el hombre sea plenamente hombre, que vuelva a Dios, que sea santo
Pero a lo que estamos Remigia que se nos pasa el arroz y no les voy a contar a mis lectores lo de la revolucionaria e innovadora estrategia de los católicos oficiales españoles en la guerra cultural, la que nos han declarado desde hace tiempo los enemigos de Cristo y de su Iglesia, que en la actualidad están acaudillados por generales de medio pelo. Me refiero a los generales visibles, porque los mandos invisibles ya son otra cosa a tener en cuenta, porque esos sí que son listos y malos como ellos solos por tratarse de Satanás y de sus tropas diabólicas.
Parece obligado para entender lo de la batalla cultural definir qué se entiende por cultura. Como la Ilustración del siglo XVIII es una de las raíces más importantes del sistema actual, la llamada cultura de la modernidad, conviene advertir que los ilustrados no se propusieron únicamente llevar a cabo una serie de reformas sociales, económicas o políticas, sino que fueron más lejos que el mero hacer sociología, economía o política, al proponer toda esa serie de reformas desde una determinada visión del mundo o Weltanschauung, como suelen escribir los especialistas en la Ilustración. Como toda visión del mundo, la de los ilustrados ofrece una interpretación propia de estos tres elementos y de las relaciones que tienen entre sí, a saber: Dios, el hombre y la naturaleza. Como conclusión de la interpretación de los ilustrados se concibió al hombre como un ser autónomo, que podría darse así mismo sus propias leyes, sin referirlas a ninguna instancia superior.
La incompatibilidad de esta concepción con el Cristianismo es evidente, porque desde siglos atrás Europa, también conocida por el nombre de La Cristiandad, tenía su propia Weltanschauung. La cultura cristiana se puede resumir así, en pocas palabras: Dios es el creador del hombre y del mundo, y con su Providencia los conserva y los gobierna; por la tanto, el hombre y el mundo, en tanto que criaturas, son realidades dependientes de Dios.
Y podía haber 27 o 47 maneras de concebir al hombre, pero que le vamos a hacer…, solo hay dos y además hay que elegir: o el hombre se concibe como un ser autónomo o como criatura de Dios. Por lo tanto, dependiendo desde cuál de las dos concepciones se parta se construye una cultura intrascendente, de tejas para abajo, o una cultura trascendente, que mira al Cielo desde la tierra.
Para quienes creemos y pensamos que el hombre es una criatura de Dios el fin de la Historia, que es tanto como decir el fin de cada hombre, no puede ser ni la grandeza del Estado, ni la unidad del partido, ni la fortaleza del sindicato, ni la brillantez de la cátedra, ni el engorde de la cuenta corriente, ni cuantas metas humanas están bajo un tejado que nos impida ver el Cielo. El fin de la Historia -lo he escrito muchas veces y no he enseñado cosa distinta a mis alumnos durante cuarenta años- es que el hombre sea plenamente hombre, que vuelva a Dios, que sea santo.
Así es que para ponerlo al alcance de todos los bolsillos, bien se podría decir que la cultura no es otra cosa que una guía de la que nos servimos los hombres en nuestro caminar terreno para no perdernos y poder alcanzar el fin que da sentido a nuestras vidas. Cada uno el que se haya trazado: el Estado, el partido, el sindicato, la cátedra, la cuenta corriente o Dios.
Entre los muchos transmisores de la cultura, hay dos que tienen una importancia capital, como son la familia y la enseñanza. Por eso se entiende que los enemigos de Cristo y de su Iglesia en España estén empeñados en destruir la familia cristiana y en aniquilar la enseñanza religiosa
Entre los muchos transmisores de la cultura, hay dos que tienen una importancia capital, como son la familia y la enseñanza. Por eso se entiende que los enemigos de Cristo y de su Iglesia en España estén empeñados en destruir la familia cristiana y en aniquilar la enseñanza religiosa. Y este es uno de los frentes de la batalla cultural que se libra en España, que como antes he dicho tiene generales visibles de medio de pelo y otros invisibles con maléficas melenas.
Y frente a esta ofensiva cultural, los católicos oficiales españoles responden con esa estrategia tan nueva y desconocida que consiste en trasplantar al lenguaje militar el diálogo de besugos:
—¿A dónde vas?
—Sardinas vendo…
Los responsables de los colegios católicos españoles no han ganado ni una sola batalla de la guerra cultural, porque no acuden a esa contienda, ya que todas sus energías y su tiempo los han empleado, no en la batalla cultural, sino en la batalla económica. Así es que mientras unos se afanan en robar el alma de sus alumnos, pervirtiendo sus mentes, quienes deberían evitarlo no lo hacen porque solo les desvela el mantenimiento de los conciertos económicos. Y de este modo resulta que a fuer de sinceros hay que reconocer que, salvo excepciones que cada vez son menos, la enseñanza católica en España de católica solo tiene el nombre.
Pero quisiera hoy llamar la atención de otra enseñanza católica de la que nunca se habla, que por sus características podía dar un vuelco a esta situación, y que todavía está más ausente en la batalla cultural que los colegios de primaria y enseñanza media. Me refiero a las Universidades erigidas en España por instituciones de la Iglesia, de las que hay unas cuantas.
Conviene recordar que la Universidad es un invento de la Iglesia. La Universidad nace en la Iglesia con la finalidad de descubrir la verdad profunda de Dios y del hombre; es decir, de construir una cultura cristiana. Y siendo este el fin de las Universidades de la Iglesia, resulta que yo no conozco ninguna acción de las actuales Universidades de la Iglesia en España que le haya plantado cara en serio a quienes combaten a la cultura cristiana.
Y si la ausencia de los responsables de los colegios en la batalla cultural, por ocuparse solo de la batalla económica es una realidad, lo de los responsables de la Universidades de la Iglesia en España es lo mismo, pero elevado al cubo. No, la máxima preocupación de un rector de estas instituciones que se cobijan bajo el nombre de la Iglesia no puede ser el número de matrículas de alumnos, como en cierta ocasión me manifestó el rector de una de estas Universidades.
Cierto que tanto en los colegios católicos como en las Universidades de la Iglesia hay profesores que tienen un comportamiento ejemplar. Pero eso no es suficiente en la batalla cultural, porque los golpes de mano o la guerrilla solo desgastan al enemigo, y las guerras únicamente las pueden ganar los ejércitos regulares.
Por otra parte, para ese viaje no hacía falta esas alforjas, ya que acciones aisladas de guerrilleros se producen también en las Universidades públicas. Les voy a contar una de ellas, aunque sin descubrir la identidad del guerrillero ni el centro de operaciones.
En cierta ocasión, un colega de cierta Universidad pública, con mucha experiencia y bastantes medallas en la pechera, me enseñó lo que el consideraba el máximo galardón de su carrera. Y me comentó antes de enseñármelo que él lo veía con frecuencia, y que cada vez que lo contemplaba se le hacía presente su responsabilidad como docente y que a sus años le temblaban las piernas cuando daba clase, como a un primerizo. Me quedé sorprendido, porque el galardón era el texto de una felicitación de Navidad de un alumno suyo al que le había dado clase de Historia de Europa del siglo XIX, y del que ni siquiera recordaba su cara con el paso del tiempo y por supuesto tampoco lo que había dicho en la clase de ese alumno.
Me impresionó tanto el texto de aquella felicitación, que le pedí permiso para fotografiarlo y hoy lo reproduzco por escrito y en fotografía para todos mis lectores, por si a alguno le puede ser útil. Lo hago porque es utilísimo para mí. Cierto que tiene como efecto secundario el temblor de piernas cuando doy las clases, pero me elimina del alma los respetos humanos para poder trasmitir la verdad. Esto es lo que dice el texto de la felicitación navideña que le enviaron a mi colega:
“Estimado profesor: Quería felicitarle estas fiestas, ahora, que no tengo ninguna asignatura pendiente con usted, para que la sinceridad no se confunda con peloteo, me abrió los ojos respecto a la Iglesia y hasta me estoy pensando el sacerdocio, en fin, que estas fechas las pase rodeado de su familia y amigos y que el año que viene sea mejor”.
Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.