Conocí a un profesor de Historia Contemporánea que el primer día de curso, justo con la explicación del capítulo inicial del programa, dejaba a sus alumnos flipando en colorines. Como es sabido, la asignatura de Historia Contemporánea se ocupa de los sucesos posteriores a la Revolución Francesa, es decir, de los acontecimientos históricos que tuvieron lugar durante los siglos XIX y XX.
“Los hechos históricos ni son hijos del azar, ni hay unas leyes determinantes que los produzcan”, decía aquel profesor en esa clase. Y proseguía: “Son las decisiones de los hombres las que van tejiendo la Historia, pero como la libertad no opera en el vacío por eso es decisivo para comprender el pasado conocer las causas que impulsan esas decisiones humanas”.
Y en diciendo esto, revolvía entre los papeles de su cartera como si no encontrase algo, que él sabía perfectamente donde estaba; porque de los trucos para atraer la atención de la clase este catedrático se sabía unos cuantos. Y por fin sacaba un papel, a la vez que cacareaba el hallazgo como si fuese la moneda perdida de la parábola evangélica: “Aquí está, aquí está, lo encontré! Este es un documento fundamental, que describe la causa remota y fundamental de la Historia Contemporánea”.
Y levantando el folio que él mismo había escondido y encontrado en su cartera lo ondeaba, mientras se refería a las causas próximas y remotas de los acontecimientos históricos; pero el muy tunante no acababa de leer lo que decía aquel papel, por lo que crecía la intriga entre los alumnos. “Las causas remotas son las más lejanas al hecho que se quiere explicar -aclaraba el profesor-, pero no por ello las menos decisivas. Porque en este documento -y llegados a este punto ondeaba el papel con toda su fuerza- se describe la causa decisiva del acontecer de la Historia Contemporánea, a pesar de que esta causa, la que está escrita en este folio, no es que sea remota, es que es “remotíííííísima”. Y lo pronunciaba con muchas íes y todas bien acentuadas. Y en ese momento el profesor se callaba de repente, hacía un silencio prolongado de casi un minuto, que parecían cinco, y mirando condescendiente a la concurrencia, cortaba la intriga con estas palabras: “Se lo voy a leer…”.
La Historia Contemporánea en buena medida es la actualización del pecado original, elevado al principio del que deriva toda la ideología liberal progresista de los siglos XIX y XX: se reniega de Dios para proclamar que el hombre es un ser autónomo que se puede darse a sí mismo sus propias leyes
Les cuento que en su día ese profesor me entregó una copia de ese documento, pero no me pregunten quién me lo dio, queridos lectores, pues como dice nuestro director de Hispanidad “antes la muerte que la fuente”, y servidor que es persona disciplinada obedece al jefe. Pero que yo no les diga quién me lo dio, no significa que no se lo vaya transcribir, porque a lo mejor resulta que a estas alturas de lo que van leyendo de este artículo a más de uno ya le estará picando la curiosidad por conocer esa causa remota, “remotíííííísima…”, pero tan clarificadora de nuestra Historia actual. Y como uno se debe al respetable, es decir, a ustedes mis lectores, se lo voy a descubrir. Esto es lo que decía aquel documento que el profesor les leía a sus alumnos todos los años el primer día de clase:
“La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que había hecho el Señor Dios, y dijo a la mujer:
—¿De modo que os ha mandado Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?
La mujer respondió a la serpiente:
—Podemos comer del fruto de los árboles del jardín; pero Dios nos ha mandado: «No comáis ni toquéis el fruto del árbol que está en medio del jardín, pues moriríais».
La serpiente dijo a la mujer:
—No moriréis en modo alguno; es que Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal.
La mujer se fijó en que el árbol era bueno para comer, atractivo a la vista y que aquel árbol era apetecible para alcanzar sabiduría; tomó de su fruto, comió, y a su vez dio a su marido que también comió. Entonces se les abrieron los ojos y conocieron que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron. Y cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, el hombre y su mujer se ocultaron de la presencia del Señor Dios entre los árboles del jardín”.
En efecto, la Historia Contemporánea en buena medida es la actualización del pecado original, elevado al principio del que deriva toda la ideología liberal progresista de los siglos XIX y XX. Se reniega de Dios como creador y del hombre como criatura, para proclamar que el hombre es un ser autónomo que puede darse a sí mismo sus propias leyes. El hombre contemporáneo, soberbio de sus logros y al no darse cuenta de que Adán y Eva tenían exactamente la misma naturaleza que él y que ya entonces ellos también bebían el agua por debajo de la nariz, vuelve a creerse el engaño de la serpiente y redacta un nuevo código, “ético” lo llaman, donde proclama lo que es bueno y lo que es malo. Y al ocultar a Dios de nuestra sociedad todo lo que se aprecia es la desnudez de semejante atrevimiento, que produce entre los hombres el dolor infernal de la ausencia de Dios.
“Como se constata en las fuentes, el Derecho Romano contemplaba con cierta minuciosidad la protección del concebido y aún no nacido (nasciturus), otorgándole amparo en el orden jurídico a través de la figura del curator ventris. De ese modo, desde que el embrión se encuentra en el útero goza de determinados derechos, cual si tuviera la consideración de persona (y, por tanto, sujeto de derechos)”
Pero en el Génesis hay un segundo relato de la Creación menos conocido, que amplía la primera versión, en el que se especifica que en el Jardín del Edén, además de los árboles para comer, había dos árboles intocables: el árbol de la ciencia del bien y del mal y el árbol de la vida. Y con el primero ya sabemos lo que pasó.
En cuanto al segundo, el árbol de la vida, Adán y Eva no tuvieron oportunidad ni de tocarlo, porque tras la desobediencia de nuestros primeros padres, Dios tomó sus precauciones, cuando dictó la primera sentencia a la Humanidad:
“Y el Señor Dios dijo:
—He aquí que el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros en el conocimiento del bien y del mal; que ahora no extienda la mano y tome también del árbol de la vida, coma y viva para siempre.
Así, pues, el Señor Dios lo expulsó del jardín de Edén, para que trabajase la tierra de la que había sido tomado. Cuando lo hubo expulsado, puso, al oriente del jardín de Edén, querubines blandiendo espadas flameantes para guardar el camino del árbol de la vida”.
El árbol de la vida ha permanecido intacto durante miles de generaciones, después de la expulsión del paraíso terrenal de nuestros primeros padres, lo que ha tenido su reflejo hasta en la Roma pagana, concretamente en su legislación como ha puesto de manifiesto mi colega del claustro de la Universidad de Alcalá, el profesor Juan Antonio Bueno Delgado:
“Como se constata en las fuentes, el Derecho Romano contemplaba con cierta minuciosidad la protección del concebido y aún no nacido (nasciturus), otorgándole amparo en el orden jurídico a través de la figura del curator ventris. De ese modo, desde que el embrión se encuentra en el útero goza de determinados derechos, cual si tuviera la consideración de persona (y, por tanto, sujeto de derechos). El curator ventris -como representante del pueblo romano- era el encargado de velar por sus intereses, comenzando por el derecho a nacer; para lo cual debía, y podía, adoptar toda clase de procedimientos y medidas destinadas a su salvaguarda”.
Pero la cultura de la muerte se ha instalado en nuestras sociedades de una manera despiadada y brutal. España, desgraciadamente, es un país en el que número de abortos es tan elevado, que a día de hoy es considerado hasta de mala educación defender la vida desde la concepción hasta la muerte natural, porque como a usted se le ocurra defender la vida ante un corro de personas por pequeño que sea, se puede encontrar con que le ponen mala cara, pues con toda seguridad que alguna de ellas o ha abortado o ha colaborado con su aprobación a eliminar un ser humano en gestación.
Y si hemos llegado a este punto en España, es porque quienes podían y tenían que haber defendido la cultura de la vida no lo han hecho. Se podría poner el ejemplo de tantos, que se dicen católicos, que han vendido la primogenitura de la defensa de la vida por el plato de lentejas de un cargo político.
La republicana Madame Roland (1754-1793), momentos antes de que la guillotina le cortara la cabeza, dijo: ¡Oh libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!. Pues parafraseando a Madame Roland, podríamos decir en España ¡Oh mal menor, cuántos abortos se han cometido en tu nombre!
La cultura de la muerte se ha instalado en nuestras sociedades de una manera despiadada y brutal. España, desgraciadamente, es un país en el que número de abortos es tan elevado que, a día de hoy, es considerado hasta de mala educación defender la vida desde la concepción hasta la muerte natural
Y para justificar lo injustificable, ninguno se las pinta como Andrés Ollero, exdiputado y exmiembro del Tribunal Constitucional porque le propuso el PP, partido político al que pertenece y al que se ha sometido durante tantos años. La semana pasada, en una entrevista, Andrés Ollero justificaba su cobardía y su incoherencia de haber tenido oculto en un cajón el recurso contra el aborto durante años porque, según él, la mayoría del Tribunal Constitucional no le iba a dar la razón, como si el cumplimento de determinados deberes graves no obligaran en conciencia, al margen de lo que digan los que nos rodean.
Y lo malo, que lo es y mucho, no es lo que ha hecho Andrés Ollero para mantenerse en el cargo, lo peor es que nos trate de tontos a los demás y nos quiera convencer con semejante melonada. Sus argumentos están a la altura intelectual de los que emplearon en un famoso sketch Tip y Coll, aunque no así su gracia, que es la propia que derrocha habitualmente este político del PP. Esto es lo que Andrés Ollero decía en esa entrevista a la que me he referido; y por si alguno de ustedes no la leyó, ahora les copio la justificación de su encerrona del recurso del aborto en un cajón para que ustedes “regardez la gilipolluá”, como decía el famoso dúo de Tip y Coll en aquella actuación en la que nos enseñaron cómo llenar un vaso de agua:
“En aquella etapa no hubo una mayoría capaz de resolver la cuestión. Algunos demostraron a su modo la independencia no estando dispuestos a mojarse y otros no tenían prisa”.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá