—¡Fatal…! ¡Muy mal! Me parece muy…, pero que muy mal…

Y Ricardo se quedó perplejo por la respuesta que le di, cuando me peguntó qué me parecía que un individuo hubiera cogido de una iglesia de Roma los ídolos de la Pachamama, para tirarlos al Tíber. Ricardo fue alumno mío en la Universidad Alcalá, ya es todo un doctor y sigue siendo la buena persona que ya era cuando le conocí hace años. Hacía entonces los primeros años de su carrera y siempre le veía prestando algún favor a sus compañeros, especialmente a los que venían de otros países a estudiar como Erasmus. Así es que en un día le otorgué el título de “el mejor amigo del hombre, pero sin caseta”.

Para evangelizar hay que quitar las plumas idolátricas del alma de los indios y predicarles el evangelio

Y es lógico que se quedara perplejo por la rotundidad de mi respuesta, porque Ricardo y yo nos conocemos perfectamente. Durante todos estos años, hemos hablado horas y horas, por teléfono, en mi despacho, paseando por la Facultad, en un largo viaje que hicimos y hasta hemos rezado juntos. Porque Ricardo, el doctor Colmenero, además de un universitario de cuerpo entero es un católico de una pieza, y una persona coherente como pocos. Y por esta última condición se había quedado perplejo, porque por mis palabras parecía que yo aprobara el dichoso Sínodo del Amazonas. Pero después de un silencio proseguí en estos términos:

—Pues sí, Ricardo, me parece muy mal que ese individuo se me haya adelantado a tirar esos ídolos al Tíber, porque me hubiera gustado haberlo hecho yo… ¡Si es que ya no hay consideración con nadie...!

Sor María de Jesús de Agreda catequizó a los indios desde la clausura de Ágreda. Y no necesitó de pachamamas ni de ritos indígenas

Y en ese momento salió de su perplejidad y confirmó la sospecha que tenía sobre lo que yo pensaba de ese calamitoso Sínodo del Amazonas, en el que no sé si algunos de los participantes han incurrido en idolatría, y por los indicios y las fotografías todo parece que así fue. Porque si lo de la idolatría de los padres sinodales no se puede afirmar al cien por cien, de lo que no hay ninguna duda es de que en aquel conciliábulo a más de uno se la ha ido la perola y se ha equivocado de estrategia. Para evangelizar no hace falta hacer el indio poniéndose plumas en la cabeza, sino que lo que lo que hay que hacer es quitar las plumas idolátricas del alma de los indios y predicarles el evangelio. Tan simple y tan claro como esto.

Cuando el Cielo se pone a ello, la gracia santificante siempre discurre por cauces más imaginativos que lo de los penachos plumíferos, que sus reverendísimas del Sínodo se han colocado en el cocorote

Y eso es lo que hizo Hernán Cortés (1485-1547), jugándose la vida, pues su condición de conquistador estaba inseparablemente unida a la de cristiano, de modo que cuando se encontró con las Pachamamas de su época hizo lo siguiente, como cuenta Bernal Díaz del Castillo:

“Y luego se subió encima de un adoratorio un indio viejo con mantas largas, el cual era sacerdote de aquellos ídolos -que ya he dicho otras veces que papas les llaman en la Nueva España- y comenzó a predicarles un rato, y Cortés y todos nosotros mirando en qué paraba aquel negro sermón. Y Cortés preguntó a Melchoriejo, que entendía muy bien aquella lengua, qué era aquello que decía aquel indio viejo, y supo que les predicaba cosas malas. Y luego mandó llamar al cacique y a todos los principales y al mismo papa, y como mejor se pudo dárselo a entender con aquella nuestra lengua, y les dijo que si habían de ser nuestros hermanos, que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos, que eran muy malos y les hacían errar; y que no eran dioses, sino cosas malas, y que les llevarían al infierno sus ánimas. Y les dio a entender otras cosas santas y buenas, y que pusiesen una imagen de Nuestra Señora que les dio y una cruz; y que siempre serían ayudados, y tendrían buenas sementeras y salvarían sus almas, y se les dijo otras cosas acerca de nuestra fe bien dichas (…) Y luego mandó Cortés que los [ídolos] despedazásemos y echásemos a rodar unas gradas abajo, y así se hizo. Y luego mandó traer mucha cal, que había harto en aquel pueblo, e indios albañiles, y se hizo un altar muy limpio donde pusimos la imagen de Nuestra Señora”.

Y así fue como se evangelizó todo un continente, con un par, que diría el castizo, pero sobre todo con la ayuda del Cielo, sin la cual en las empresas de fe no hay nada que hacer. Ayuda en la que tuvo en una especial participación la Virgen Santísima, que desde entonces y hasta hoy en América se la venera en muchas de sus advocaciones y especialmente en la de Nuestra Señora de Guadalupe.

Y es que cuando el Cielo se pone a ello, la gracia santificante siempre discurre por cauces más imaginativos que lo de los penachos plumíferos que sus reverendísimas del Sínodo se han colocado en el cocorote, con el que además de hacer el ridículo, han dado muestras de una esterilidad apostólica más espantosa que la del desierto más árido de la tierra.

Para imaginación y eficacia apostólica la que utilizó el Cielo para evangelizar a los indios de Nuevo Méjico, mediante una monja de clausura, Sor María Jesús de Ágreda (1602-1665), que se bilocaba para enseñarles a los indios la doctrina cristiana. Sorprendidos se quedaron los misioneros, cuando se les presentaron los nativos pidiendo el bautismo, diciéndoles que les enviaba una dama que les había catequizado. Se acaba de publicar una biografía de Sor María Jesús de Ágreda, cuya lectura es apasionante, por tratarse de la vida de un alma muy grande. Eso es lo que dice de ella la actual abadesa del monasterio de Concepcionistas de Ágreda, fundado precisamente por la biografiada y por su madre: 

   “¿Qué hemos de hacer de esta criatura que no ha ser para el mundo ni para la religión?”

Estas palabras la repetían, no sin preocupación, los padres de Sor María  Jesús de Ágreda, al verla tan tímida y retraída en su niñez. Seguramente, con el transcurso del tiempo, Francisco y Catalina, como todos los padres, sintieron cierta satisfacción al ver que la hija aprendía a leer rápidamente, enseñaba el catecismo a otros niños y mostraba gran­des deseos de virtud y de consagrarse a Dios como religiosa.

Sor María de Jesús de Ágreda se describirá siempre en sus escritos como una mujer simple, imagen de ignorancia y flaqueza, pero su nombre se incluye entre las autoridades de la Real Academia de la Lengua 

Después de más de 400 años de su nacimiento, podemos res­ponder positivamente a la pregunta que se hiciera el matrimonio Co­ronel y Arana: Sor María de Jesús ha llegado a ser una de las grandes mujeres de la Historia. Mística, misionera, consejera, escritora, abade­sa. Para muchos es la gran teóloga mariana. Se destacan sus cualidades literarias, su inteligencia, su creatividad, la viveza de sus escritos, su buen juicio, su talento para aconsejar. Ella se describirá siempre en sus escritos como una mujer simple, por su condición la misma ignorancia y flaqueza. Es una figura que atrae… Y es que su vida es realmente fascinante.

Los dones de gracia y de naturaleza que poseía pueden sus­citar en nosotros admiración, agradecimiento, devoción. Pero también desconcierto ante tantos dones inexplicables como la bilocación, por ejemplo, ante el cual nos sentimos sobrepasados. Se ha oído decir de ella: “es admirable pero no imitable”.

¿Puede ser alguien beatificado o canonizado solo para ser ad­mirado? ¿No son precisamente los santos, estímulo y ejemplo en nuestro caminar como creyentes? ¿No nos invita la Iglesia a imitar sus virtudes?

Claro que no podremos imitarla en sus dones sobrenaturales, eso lo concede el Señor a quien quiere y como quiere…

Cuando nos acercamos a la vida de Madre Ágreda sin prejui­cios, dejándonos sorprender, descubrimos que en ella latía un corazón de mujer que amaba, que se entregaba sin miedos ¡y también con ellos! ¡Muchos! Pero no se guardaba para sí. Se dejaba moldear por Dios. Bus­caba, lloraba, sufría porque no encontraba…pero no dejaba de buscar. Pensaba, razonaba mucho, pero no se enfrascaba en sus razonamientos, era capaz de sujetarlos para darle paso a la “lógica” de Dios, que es con mucho lo mejor, aunque la desconcertara. Esto es descargar en el Señor nuestros agobios y afanes. Dejar que Él guíe y conduzca nuestro camino. Sor María era de ideas claras y firme voluntad; sabía lo que deseaba en su camino espiritual: la unión total con el Esposo, agradarle, amarle, servirle: Mi objeto ha de ser Dios solo. Mi amor todo para Él. Mi cuidado, el obrar bien. Mi fin, agradarle en todo. ¡Y en esto sí que podemos imitarla! Y qué decir del amor a la Virgen María. Sor María nos invita a tomar de la mano a la bendita Madre Inmaculada, y recorrer con ella toda nuestra existencia”.

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá