Pilar Alegría Continente es la ministra de Educación y Formación Profesional y anda en bocas desde el primer día en que Pedro Sánchez la llamó para sustituir en el cargo a Isabel Celáa, que últimamente se la ha visto por el Vaticano con peineta y mantilla negra, como manda el protocolo, para presentarse como embajadora de España ante la Santa Sede. ¡Pero quién las ha visto y quién las ve, la una tan escasa de titulación académica de ministra de Educación, y la otra tan laicista como titular de tan pía embajada!
Pero dejemos a la millonetis de la Celaá para otro domingo, porque la actualidad exige que hoy nos ocupemos de la reforma de la enseñanza de la ministra del ramo, Pilar Alegría Continente. Tres mentiras en su nombre y dos apellidos si nos fijamos en su proyecto educativo —más de lo mismo de lo que hizo su antecesora Isabel Celáa—, porque lo que propone no es ningún pilar para sostener el agrietado edificio de la Educación española, ni su reforma ha contentado a nadie, ya que las ocurrencias de doña Pilar son un continente sin ningún contenido, algo así como comerse un bocadillo de jamón..., pero sin jamón.
Contra la ministra de Educación se han lanzado todo tipo de críticas, que como los mandamientos de la Ley de Dios se pueden resumir en dos: Pilar Alegría quita contenidos de los programas como en la disciplina de Historia y elimina la Filosofía como asignatura de la ESO, por una parte, y por otra como causa de lo anterior, la ministra de Educación, como socialista que es, quiere legislar a las órdenes del Nuevo Orden Mundial.
Y para mí que estos dos reproches, ciertamente, tienen una parte de razón pero carecen de una falta de visión para apreciar las cosas como son. Porque el drama de la Educación en España no es lo que los socialistas le quieran quitar, sino lo que hay en la actualidad, que dicho sea sin exagerar, más que un drama, es una tragedia.
La ministra de Educación, como socialista que es, quiere legislar a las órdenes del Nuevo Orden Mundial
Se lo puedo explicar contándoles lo que le pasó a un colega de la Universidad hace cuatro años. Este buen amigo mío, cercano entonces a la jubilación, fue de joven un “chico de Preu”. Es decir, había hecho cuarto de Bachiller y reválida con catorce años, sexto de Bachiller y revalida con dieciséis y Preuniversitario con diecisiete. El curso de Preuniversitario, primero había que aprobarlo en el colegio o en el Instituto, y después hacer un examen en la Universidad. Este plan de estudios concluyó con la aprobación de la Ley General de Educación de 1970 del ministro José Luis Villar Palasí.
El examen de “Preu” de entonces era como la selectividad de nuestros días, pero con notables diferencias. La primera de ellas es que no se llamaba Selectividad, pero a diferencia de lo que hoy sucede, que se “selecciona” como aptos para entrar a la Universidad entre el 98 y el 99% de los que se presentan, en aquellos años suspendían la prueba de Preu entre el 30 y el 40%, y eso después de haber superado en años anteriores dos reválidas.
Cierto que con tal porcentaje de aptos de la actual selectividad las Universidades públicas no pueden acoger tal avalancha de aspirantes a título universitario. Así es que para remediar la falta de espacio en las aulas se establecen unas notas de corte, y para que nadie se quede sin su título superior, las Universidades privadas corren en ayuda de los que no han superado las notas de corte, a cambio de pagar una matrícula solo al alcance de familias pudientes.
Pues bien, mi colega universitario al que me he referido antes, aprobó Preu, se licenció en Filosofía y Letras, ganó unas oposiciones de Instituto de Enseñanza Media de las de Franco, —convocatoria nacional nada que ver con la actual selección restringida a las autonomías—, y por fin entró como profesor en la Universidad pública, mediante otra oposición de Adjuntías, también por convocaría nacional, sistema anterior a lo de la Ley de Reforma Universitaria que introdujo lo de los “idóneos” y acabó con el carácter nacional de los cuerpos docentes, porque ya cada Universidad sacaba a concurso sus plazas.
Fue entonces cuando los contenidos de los programas tuvieron que ceder el paso a las “actitudes de los alumnos”
Y estaba mi colega escuchando el comentario de un libro, a cargo de un alumno de último año de carrera de Filosofía y Letras, cuando el muchachote dijo lo siguiente:
—Y en este libro hay unas letras, que me parece que son griegas…
El catedrático le cortó en seco, se fue hacía él y cuando se puso enfrente se produjo el siguiente diálogo:
—¡Míreme a la cara…! —Y como el chavalote no se atreviera a levantar la vista del suelo, en un tono mas persuasivo que imperativo prosiguió.
—Míreme a la cara que no pasa nada, —se animó la criatura, levantó la vista y cuando cruzaron sus miradas, el docente le hizo una pregunta desconcertante.
—¿Le parezco yo a usted un viejo?
—No, profesor.
—Memos mal, porque si llega a decir que sí, se la había jugado… Pues yo que no soy Matusalén, según usted, para entrar en una Facultad de Filosofía como esta, tuve que traducir veinte versos en griego de Homero sin diccionario… Y ahora siga usted comentando el libro.
Pues bien, esto es lo que hay, este es el problema y no las ocurrencias de Isabel Celaá y Pilar Alegría Continente. Y todo esto empezó hace mucho tiempo, ya en tiempos de Franco, concretamente con la Ley General de Educación de 1970, que es la madre de todas las reformas posteriores.
Fue entonces cuando los contenidos de los programas tuvieron que ceder el paso a las “actitudes de los alumnos”, los profesores de los colegios y de los institutos de enseñanza media fueron obligados a asistir a cursos en los Institutos de Ciencias de la Educación, porque desde entonces ya no era importante contar lo que pasó durante la Revolución Francesa, sino el tono con el que se contase. Se modernizaron hasta las Matemáticas, se acabó lo de cantar la tabla de multiplicar, cosa antigua que había que desterrar para modernizarse y explicar lo de la suma y los sumandos de esta guisa: “Un conjunto de dos elementos unido a otro conjunto de dos elementos, siempre que sean disjuntos entre sí, se obtiene un nuevo conjunto de cuatro elementos”. Y no se me reían, que esto es definitivo porque les estoy contando el nacimiento de la modernización de la enseñanza en España... Asi es que seriedad y sigamos con la parida pedagógica.
Entonces los profesores se convirtieron en "trabajadores de la enseñanza", se transformaron en "colegas" de sus alumnos, les perdonaron las faltas de ortografía, dejaron a un lado las exigencias memorísticas y al grito de “pinta y colorea”, los niños empezaron a rellenar fichas como si no hubiera un mañana… Y entonces los escolores mutaron como el personaje de aquel lugar de la Mancha de cuyo nombre Cervantes no se quiso acordar: las criaturas se enfrascaron en la composturta de tantas fichas, que se les pasaban las tardes y buena parte de las noches haciendo la tarea en casa de claro en claro, y las mañanas en el cole de turbio en turbio; y así del poco estudiar y del mucho rellenar fichas se les seco el cerebro... Pero como diría nuestro director de Hispanidad: "Todo esto es bello e instructivo..."
Los profesores de los colegios y de los institutos de enseñanzas media fueron obligados a asistir a cursos en los Institutos de Ciencias de la Educación, porque desde entonces ya no era tan importante contar lo que pasó durante la Revolución Francesa, sino el tono con el que se contase
Y en cuanto a la crítica del del Nuevo Orden Mundial, pues otro tanto de lo mismo. Porque para globalistas…, algunos franquistas. Esto es lo que dijo el entonces ministro de Educación y Ciencia, José Luis Villar Palasí, al presentar ante la Comisión de Educación de las Cortes Españolas su proyecto de la Ley General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa, según consta en la página 3 del Boletín Oficial de las Cortes Españolas, Diario de las Sesiones de Comisiones del 1 de abril de 1970, apéndice número 19:
“La ley recoge las mejores experiencias internacionales, las recomendaciones y soluciones más modernas, al tiempo que ha invitado a trabajar a los mejores especialistas del país y consultado, siempre que fue necesario, a las más destacadas figuras del mundo y a las más autorizadas organizaciones internacionales competentes en este campo a las que España pertenece, como son la UNESCO el Banco mundial y la OCDE”.
Pero no seamos radicales ni extremistas y reconozcamos que aquella Ley General de Educación de 1970 del franquismo tuvo algunas cosas buenas y, sobre todo, una muy buena, pero que muy requetebuena... ¡Buenísima!, pero para Jesús de Polanco, que nunca se supo cómo se enteró con tiempo de los contenidos de los nuevos programas de las asignaturas, se adelantó a todas las editoriales a publicar en Santillana los libros de textos para toda España y pegó un pelotazo que le convirtió en multimillonario. Adquirió tanta influencia desde entonces que ha pasado a la historia con el alias de “Jesús del Gran Poder”.
Y después de lo dicho, me pregunto yo si en realidad Isabel Celaá y Pilar Alegría Continente, continuadoras de la reforma de Villar Palasí, no serán dos franquistas clandestinas que se le han colado al presidente del Gobierno, y Pedro Sánchez no se ha enterado con quién se está jugando los cuartos.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.