Monseñor Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Astaná (Kazajistán), ha estado recientemente en España para presentar su libro Credo: compendio de la fe católica. Invitado por la asociación Luz de Trento, los asistentes han rebasado la capacidad de los locales donde ha intervenido en distintas ciudades, porque ha habido personas que no han podido ni entrar. Un texto que se echaba en falta, porque además de la exposición clara y concisa de la doctrina de siempre, se incorpora la exposición de los pecados de última hora, que se han televisado, en un alarde blasfemo, con la excusa de la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos.

Sin duda la figura de este obispo suscita admiración, pero sobre todo un profundo respeto. Un obispo auxiliar de la archidiócesis Santa María de Astaná no es un alto cargo eclesiástico, en realidad es un misionero en una población, donde los católicos son una minoría, ya que la archidiócesis de Astaná está situada en un desierto helado, con una extensión superior a la de España, donde los católicos solo son unos cincuenta mil de una población total de cuatro millones. Por lo tanto, monseñor Schneider es obispo auxiliar de una diócesis de poco rango, vista a lo humano; pero sin duda, por la biografía de Monseñor Schneider, es de justicia decir que este hombre es un gigante de la Iglesia católica de nuestros días.

 
Portada de la edición española del Catecismo de Monseñor Athanasiuus Schneider que se puede adquirir pidiéndolo al correo electrónico asociacionluzdetrento@gmail.com

 

Athanasius Scheneider nació en 1961 en Tormok, ciudad que pertenecía a la entonces República Socialista Soviética de Kirguistán. Por situarnos, recordar que entonces mandaba en la Unión Soviética el sucesor de Stalin (1878-1953), Nikita Jrushchov (1894-1971).

Pero el apellido de este obispo, como sus orígenes familiares, es alemán. En el siglo XVIII, Catalina II La Grande, emperatriz de todas las Rusias, (1762-1796), mujer de origen germano, invitó a los agricultores alemanes a repoblar las orillas del Volga. Poco después, entre los años de 1809 a 1810, una segunda oleada de alemanes se estableció en el litoral del Mar Negro y es de este grupo del que procede monseñor Schneider. El número de los católicos alemanes establecidos en Rusia en el siglo XIX experimentó un crecimiento tan importante, que el Papa creó un obispado para ellos. Cuando los comunistas se hicieron con el poder, este obispado contaba con más de 200 sacerdotes. Todos ellos fueron asesinados o encarcelados a principios de la década de los 20 del siglo pasado, pero ninguno apostató.

En estas circunstancias, la familia del obispo Schneider sufrió la persecución religiosa. Su abuelo paterno fue asesinado por los comunistas y sus padres de jóvenes, antes de casarse, tuvieron que trabajar en condiciones inhumanas en los Montes Urales. Baste decir que era habitual que de las cuadrillas que salían a talar y a arrastrar árboles, al final de la dura jornada algunos no regresaban porque morían en el bosque. Y tan conscientes eran de lo que les podía pasar que cuando estos alemanes, sometidos a trabajos forzados, iban al monte lo hacían rezando el Rosario, preparándose así para una posible muerte, por lo que incluso los alemanes protestantes que había se unían a los católicos en el rezo de esta oración a la Santísima Virgen.

Fue así como monseñor Schneider vivió durante su infancia un cristianismo de catacumba: “Tenía ocho años en Kirguistán -ha escrito monseñor Schneider- y lo recuerdo muy bien. Los domingos cerrábamos todas las puertas, las cortinas también las teníamos cerradas y nos poníamos de rodillas -mis padres con los cuatro niños- y santificábamos el día del Señor, porque no había sacerdote, no había misa. Teníamos que santificar el día del Señor, y así por la mañana rezábamos el Rosario, una letanía, oraciones y luego hacíamos nuestra Comunión espiritual, para unirnos espiritualmente a la misa que se estaba celebrando en algún sitio en ese momento y a la que no podíamos asistir salvo en espíritu. E invitábamos al Señor a visitarnos y hacíamos un acto de contrición. Era nuestro culto dominical como familia, en el hogar, en la iglesia doméstica. A veces venía un sacerdote a escondidas, y eso nos producía una alegría profunda y silenciosa”.

Con el fin de mantener íntegra la fe católica, la familia de Schneider se trasladó a Valga, una ciudad de Estonia, que era el extremo occidental de la Unión Soviética. Además, el cabeza de familia pensaba que desde aquel punto había ciertas posibilidades de cruzar la frontera hacia Alemania. Y, una vez en Estonia, en cierta ocasión, el padre comunicó a la familia, lleno de contento, que había descubierto una iglesia donde podían asistir a la santa misa los domingos, porque estaba cercana, tan solo había 100 kilómetros desde su hogar… Era una iglesia de estilo gótico, que el Gobierno había permitido abrir, donde un fraile capuchino, un sacerdote santo, el padre Janis Pavlovskis podía decir misa. Este padre capuchino había pasado siete años, en tiempos de Stalin, en el gulag de Karaganda en Kazajistán. Cuando le soltaron, se instaló primero en Letonia y después en Estonia.

Así es que cada domingo, la familia salía de noche a las seis de la mañana para coger uno de los pocos trenes que llegaban a ese lugar y tenían que regresar también de noche porque no había ningún tren durante el día. Por eso el padre capuchino les permitía pasar el resto del domingo después de misa en la pequeña habitación donde vivía, y allí preparaban la comida con la que pasaban la jornada esperando el tren de vuelta. Y en efecto, poco después de llegar a Valga, la familia pudo escapar del infierno comunista.

Quien no haya podido asistir a la presentación del Catecismo escrito por Monseñor Schneider, le recomiendo la lectura de la entrevista que le hizo el periodista Javier Navascués, quien le preguntó a qué se refería cuando afirmaba que su catecismo está dirigido a los “pequeños de Dios”. Esto es lo que respondió: “Los pequeños de Dios son las familias católicas, los niños, los jóvenes, las familias que no pertenecen a las estructuras eclesiásticas o nomenclaturas eclesiásticas, que no tienen influencia en niveles de administración o burocracia eclesiástica. Estos simples fieles necesitan una ayuda clara en la instrucción de la fe”.

En efecto, Jesucristo no ordenó a los apóstoles que fueran por todas las Universidades del mundo, para predicar el Evangelio a los catedráticos, porque el nivel académico de los demás no les iba a permitir entender su predicación… Por el contrario, el mandato evangélico es el de “ir por todo el mundo, predicando el Evangelio a toda criatura”. Así es que por fuerza, por estar dirigido a todos los públicos, el mensaje evangélico tiene que ser sencillo. Tan sencillo, que nuestros antepasados construyeron una sociedad cristiana sin recurrir a monsergas pastorales. A nuestros retatara-abuelos les bastaba con tener un párroco santo que les explicara el catecismo y les enseñara a ser piadosos.

Nunca agradeceré lo suficiente que para poder hacer mi primera comunión me exigieran aprender de memoria el Catecismo de la Doctrina Cristiana del Segundo Grado. Texto Nacional, que precisamente esta semana celebra aniversario, pues su fecha de edición fue la del 24 de julio de 1958, vigilia del Apóstol Santiago, según figura en la última página.

Portada de mi querido catecismo, con el que me preparé para mi Primera Comunión, una joya de la espiritualidad y de la doctrina.

 

Decíamos que el secreto estaba en hacernos piadosos… Pues por eso mi catecismo empezaba exponiendo “las oraciones del cristiano”: la señal de la Santa Cruz, el Pacrenuestro, el Avemaría, Gloria, Salve, el Yo Pecador, el Señor Mío Jesucristo y el Credo. Y después de las 304 preguntas, acababa el catecismo con las “devociones del cristiano”: la oración de la mañana, El ¡Oh Señora mía!, Bendita sea tu pureza, oración a San José, oración al Ángel de la Guarda, la oración de la noche y el Santo Rosario donde estaban los misterios y las letanías. Y confieso, queridos lectores, que durante toda mi vida he rezado todas estas oraciones como me las enseñaron y por su orden. Y seguiré en el mismo empeño en lo que me quede de vida, porque uno no da más de sí y yo no sé hacer otra cosa.

Como el Evangelio, el contenido de mi catecismo era sencillo, lo que no quiere decir que fuera simple o superficial. Con que les copie una de las preguntas lo entenderán. La pregunta número 22 era esta: “¿Por qué decimos que Dios es «espíritu purísimo»?”. Y apostaría lo que quieran a que les ponen esta pregunta en un examen a los seminaristas actuales y se produce una protesta general, al grito de “¡No hay derecho, es que van a pillar!”. Pues los niños de mi generación con seis o siete años, a esta pregunta respondíamos como cualificados tomistas: “Decimos que Dios es «espíritu» porque es sabiduría y amor y no tiene cuerpo; y decimos que es «purísimo» porque es más perfecto que las almas y los ángeles”. Parecido a lo que se ha hecho después en las clases de religión de tantos colegios católicos: “dibuja y colera la chancleta de Jesús y ten un gesto solidario con tus compañeros de clase…”.

Y lo mismo que mi piedad se ha tejido con las oraciones que antes he mencionado, la base de mi formación doctrinal han sido esas respuestas que tuve que aprender de memoria de niño. La pregunta 49 de mi catecismo era así de directa: “¿Para qué ha creado Dios a los hombres?”. La respuesta a esa pregunta no la he olvidado jamás. Nunca aprendí nada mejor, pues en menos de dos líneas quedaba proclamado el sentido de mi vida: “Dios ha creado a los hombres para que le amemos y obedezcamos en la tierra y seamos felices con Él en el cielo”.

Así es que cuando con los años me convertí en un profesor de Historia Contemporánea y entendí que la unidad de vida no puede provocar un choque entre la vida de fe y la profesión, traduje esa enseñanza de mi catecismo al lenguaje histórico. Y así se lo he trasmitido durante 40 años a mis alumnos de la Universidad de Alcalá, porque de haber ocultado esta enseñanza tan importante hubiera cometido un fraude y lo que es todavía peor para un vallecano: cada mañana, al mirarme en el espejo, hubiera visto la cara de un cobarde. Por eso son testigos todos mis alumnos de Alcalá que el estribillo que siempre se repetía en la explicación de cada uno de los temas de mis programas de clase era este: “La Historia es la historia de la libertad, por cuanto la Historia estudia los actos humanos, y no hay acto humano sin libertad. Y el fin de la historia no es ni la grandeza del Estado, ni la unidad del partido, ni la fortaleza del sindicato, ni la expansión de la empresa, ni la brillantez de la cátedra… El fin de la Historia es que el hombre sea plenamente hombre, que vuelva a Dios, que sea santo”.

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá