Si el Gobierno Sánchez se guiará por algo más que por propaganda, revocaría su orden de cierre de las centrales nucleares españolas. Quedan siete reactores y ya no se investiga en fusión nuclear -aunque sí en hidrógeno, poco, que es su vecino de planta- y deberíamos cuidarlos como a las niñas de nuestros ojos.
Prueba de ello es que, tras la expropiación parcial de las eléctricas, aprobada en Consejo de Ministros del pasado martes 14, Festividad de la Santa Cruz, las compañías atacadas amenazan con parar los reactores nucleares. Y es que las centrales resultan hoy más necesarias que nunca para asegurar el suministro. Son necesarias, sobre todo, para hacer la transición climática, para la descarbonización, para conseguir la electrificación de la economía.
La vicepresidente Teresa Ribera puede ser pedante pero no ignorante. Su problema no es que no esté preparada para esa transición ecológica sino que ha convertido lo verde en una religión. Por eso cierra las cnucleares.
El problema de la religión ecologista es que no se puede convertir al planeta en un amante, porque el planeta es una cosa, no una persona. Y las cosas evolucionan según su naturaleza, sin necesidad de forzar el cambio.
Ante la situación actual, un hereje de la religión ecologista, es decir, un ser dotado de sentido común, habría concluido dos cosas: mejor dejar que la transición surja de manera natural porque resulta que sólo hemos acabado con el carbón para disparar el gas, que también es contaminante.
Y, sobre todo, demos marcha atrás al cierre programado de las centrales nucleares, la energía más intensiva y más barata, sí, más barata que cualquier otra, si se hacen bien las cuentas. Además, es la energía más intensiva de todas, un concepto éste, el de intensiva, que es el que más preocupa a los entendidos -expertos- del sector y que podríamos traducir como la energía de la que siempre puedes echar mano.
Por lo demás, la nuclear no contribuye al cambio climático, tan temido. Pero claro, para los eco-religiosos, la energía nuclear es Satán.