Carlos Puigdemont y su siniestro abogado, Gonzalo Boye, dicen que han ganado. Sí y no. Han perdido, por cuanto la jueza belga ha dicho que el juez Pablo Llarena estaba haciendo las cosas bien y tiene competencia para solicitar la extradición de este personaje esquivo y cobardón que, en lugar de hacer como su compañero Junqueras, quien tuvo la valentía de quedarse en España y enfrentarse al tribunal, salió hacia Centroeuropa como alma que lleva el diablo.
Ahora queda lo bueno: solicitar, de nuevo, la extradición del eurodiputado Puigdemont, que aún se tiene que conceder, y que pase un tiempo antes de decidir si se somete o no a la justicia española. Y encima se crece: asegura que nunca volverá a España rendido. No, rendido no, sólo huido.
Ahora bien, al mismo tiempo, la justicia belga insulta a España. Asegura que el gobierno de aquel país podría negar la extradición si considera que en España se van a vulnerar los sagrados derechos del señor Puigdemont.
¿Pero esto qué es? Un socio de la Unión pone en solfa las garantías jurídicas de España y, ahora solo faltaba que, en efecto, Bruselas decidiera que España no es de fiar y que el pobrecito Puchi tiene que permanecer en Bélgica.
Todo ello después de que los alemanes nos hayan insultado en el mismo sentido y esta vez no por boca de una juez, sino por boca de una ministra, quien también dudaba de si se respetaron los derechos de Puchi en Madrid. Con estos amigos no hacen falta enemigos.
Añadir que la euroorden se ha demostrado incompetente para perseguir al delincuente en Europa. Debiera ser un instrumento de uso inmediato. O nos fiamos de nuestros socios o no nos fiamos. Si el delincuente viene de España, por ejemplo, en Europa se ponen de su parte frente a los españoles. No me extraña que Puchi se sienta muy crecido. Si fuera un asesino, un violador o un narcotraficante se sentiría exactamente igual.