Cuando un político se convierte en la sal de todos los platos es que su jubilación está próxima. El poderoso, que vive y reina, no necesita exponerse al juicio público. Es más, trata de hacerlo lo menos posible.
Pues bien, visto lo visto, hay que concluir que el Sanchismo se acaba. Sánchez es el Wally que está en todo sitio y lugar, y no escondido, sino con un micrófono y una cámara delante. Es un ególatra, cierto, pero, sobre todo, en modo narcisista.
Sabe de todo y de todos, cada día sus discursos son más largos y cada día habla más deprisa, quizás porque tiene mucho que decir y porque el lenguaje inclusivo de todos y todas, diputados y diputadas, emprendedores y emprendedoras (por ahora no ha pasado al todes de los trans) alarga innecesariamente sus textos.
Pero no lo duden, cuando un político habla tanto es que está nervioso por la encuestas y, piensa que su presencia trae votos sin plantearse que la conclusión puede ser la opuesta.
Las encuestas lo certifican, pero no se fíen: a los sanchistas hay que echarles de Moncloa en parihuelas: "hasta el 10 de enero de 2024", como asegura el propagandista Félix Bolaños. Y, como en el Santiago Bernabéu, en política, un año largo es mucho tiempo.