El Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) recomienda convertir en fijos a los interinos que trabajan para el Estado. No en funcionarios, pero sí en fijos. De otra forma, dice, se continuará abusando de la interinidad y obligando a estas personas a realizar tareas propias de un empleado permanente.
La medida es salomónica y discutible pero, en cualquier caso, si la tarea de un empleado público -casi cuatro millones en España- resulta necesaria aún así, defiende el principio, justo es que se le haga fijo y no vaya enlazando contratos temporales. Además, no siempre el trabajo de un funcionario puede medirse por el criterio de eficiencia. Por decir algo, la necesidad de un militar no es la misma en tiempos de guerra que de paz pero hay que mantener el salario de la milicia en tiempos de paz.
Ahora bien, la cuestión de fondo es la productividad del funcionario o del hombre que trabaja en el sector público. Del hombre que, en pocas palabras, tiene resuelto el cocido de por vida, el hombre que no compite en el mercado, donde hoy eres el rey y mañana eres desechado, en un sector público donde, en pocas palabras, no tiene miedo a ser despedido.
Por eso surge el interino permanente, para que puede no ser renovado y, azuzado por ese temor, rinda en su trabajo. Porque me temo que el principio más elevado del servidor público, que rinde en su trabajo público con eficiencia porque se considera al servicio de la ciudadanía... bueno, digamos, que no se da en todos los casos.